En estos tiempos, agradezco que un político, aunque esté retirado de la primera línea, hable de política en la televisión y sobre todo que se le entienda. Agradezco verle en ese medio un tanto hostil para mí sin que me crispe el ánimo como si estuviera viendo el antiguo Sálvame en el sofá de las tardes. Agradezco que no insultara, increpara, culpara a otros, así no me entraron ganas de tirarle de los pelos a la vecina cuando fui a sacar la basura. Bromas aparte.
Les digo lo de este medio un tanto hostil porque ya no tengo televisión en casa. En la última mudanza que hice, la quinta en doce años, se me olvidó instalar la antena y no traté de remediarlo. Al contrario, en cierta forma me sentí liberada. El aparato que había comprado hace unos lustros, donde mi hija veía Hannah Montana y otras series de dibujos, llegó al salón de casa como un ser obsoleto. Lo metimos detrás de una lámpara china, con cuerpo de farolillo, y ahora se ha convertido en pantalla de cine casero que solo ve la luz en grandes ocasiones familiares.
No veo la televisión, por tanto, y he de decir que no la echo de menos, pero nunca se sabe. En una época de mi vida iba a un psicólogo que me dijo que la tele era como una gran teta, abríamos la boca y tragábamos sin fin. Nos alimentábamos con lo de fuera. Me recordó a aquella película de Bigas Luna, con su título sugerente: La teta y la luna. Tragamos a veces para anestesiarnos, cualquier programa que se nos ponga por delante. Pero este miércoles pasado estaba cenando en casa de mis padres y tenían puesto el programa de Pablo Motos, El hormiguero, y pude ver la entrevista que le hizo a Felipe González. Y me gustó lo que vi. Me pareció que de su discurso se desprendía que hay líneas rojas en la política, red flags, como dicen los jóvenes ahora, que no se deben traspasar, sea cual sea el precio político que cueste. Si todo vale, si el fin justifica los medios, estamos perdidos.
La historia nos ha enseñado que este argumento ha sido la puerta de entrada a grandes injusticias y a grandes atrocidades cometidas contra la humanidad. Sin los principios y los valores que integran toda ideología, esta se queda hueca, sin sentido. Y sobre todo el ciudadano siente que el pacto que ha hecho con el Estado, libertad por seguridad, se quiebra. La inseguridad de no saber a qué atenernos comienza a inquietarnos. Y ya tenemos bastante con los acontecimientos históricos que nos han sacudido en los últimos años. Cuando el orden se tambalea, lo único que nos salva es la fidelidad a ciertos gestos antiguos: la cortesía, la palabra dada, la línea que no se cruza, en palabras de la escritora Cristina Campo.