La escritora italiana Natalia Ginzburg decía de la escritura que era un oficio bastante difícil, pero también el más bonito que existe en el mundo. Lo decía porque, cuando una escribe, entre otros enredos y misterios, se corre “el peligro de estafar con palabras que no existen verdaderamente en nosotros, que hemos encontrado aquí y allá, al azar, fuera de nosotros y que reunimos con habilidad porque hemos llegado a ser bastante vivos. Hay el peligro de ser demasiado vivos y estafar”. Antes de que el debate a su alrededor evolucionara, lo primero que pensé, tras la publicación de un extracto de El odio, el libro basado en una correspondencia y conversación con José Bretón, perpetrador de un asesinato tristemente célebre y cruel, era que se trataba de una demostración del peligro de estafar con palabras.
Es normal tomar vidas ajenas para construir con ellas literatura. Es lo que se ha hecho en muchísimos casos; en los mejores, quien lo hace no solamente sale airoso, sino que crea una obra de arte. El adversario de Carrère o A sangre fría de Capote toman historias que no tocaron a quienes las escriben, historias que no pueden conocer sino a posteriori, pero en las cuales el autor se sumerge y se impregna de una atmósfera, unos testimonios, una investigación provechosa hasta dar con lo más profundo en la bilis negra de unos seres humanos concretos.
Como también me gusta escribir, mi primera reticencia se concentró en lo que distinguía, a mi parecer, la obra de Luisgé Martín de estos casos: una falta de cuidado con la víctima, una labor literaria de reconstrucción insuficiente, una dejadez que acababa convirtiendo el libro en un acto de violencia. Me pareció más una búsqueda de morbo que de literatura; resolví, cuando su publicación aún no se había cancelado, que no tenía particular interés en leerlo.
La actualidad política, algunos meses después, ha devuelto el libro con su debate al centro de la agenda pública. El Gobierno, en su anteproyecto de ley para definir y tipificar la violencia vicaria, ha incluido la posibilidad de prohibir de facto la publicación de libros como este que versaba sobre José Bretón: lo hace al añadir como pena accesoria la “prohibición de publicar o difundir mensajes, textos, imágenes u otros contenidos que tengan relación directa con el delito cometido”. Y me veo, en una curiosa contradicción, obligada a expresar cierto rechazo y reticencia a esta idea, porque igual que me parecía asqueroso lucrarse de alguna manera del sufrimiento sin haberse sumergido en él, hay algo en el acto de prohibir libros u obras artísticas, de restringir la libertad de expresión, que también me parece repulsivo.

Es evidente que hay que buscar las mejores maneras de combatir la violencia vicaria, una forma dolorosísima de violencia machista, y esa intención que manifiesta el anteproyecto de ley es saludable, aunque genere dudas entre juristas sobre cuál es realmente la mejor opción. Y también es justo que una sociedad democrática proteja a las víctimas y evite su revictimización, que se ocupe y se preocupe de ellas y actúe con la voluntad permanente de aminorar el daño. Pero hay algo que aquí se le está arrebatando de súbito a la literatura: entre todas las emociones que un libro debe poder convocarnos también están el dolor, la rabia, la angustia, la tristeza, la pena. La idea de una sociedad que constituye un tribunal para escoger entre libros publicables e impublicables está tan lejos de los ideales de la democracia como la de otra que prescindiera de proteger a sus víctimas y cuidar a quienes sufren.
No creo que El odio sea un libro particularmente valioso o que su contribución sea sustancial a la historia de la literatura. Arrastra problemas desde su concepción, me resulta incomprensible que no se contactara mientras se trabajaba en el libro con la mujer cuyos hijos fueron asesinados, no tenía la menor intención de adquirirlo para mi biblioteca personal, y tampoco tengo certezas sobre qué opino respecto a la decisión de su editorial, Anagrama, de finalmente no publicarlo. Pero me parece importante que ese debate pueda darse, como síntoma de una sociedad viva y del rechazo que ciertas cosas nos generan: no hay mayor censura que la censura de las lectoras y los lectores, y que sea en su lugar el Estado quien la ejerza es una delegación de nuestras facultades que nos hace menos adultos, más tutelados. Como si no pudiéramos enfrentarnos nosotros a los dilemas morales que los libros nos plantean. Ginzburg también escribía que la literatura se nutre de cosas horribles, come lo mejor y lo peor de nuestra vida. Hay que proteger a las víctimas, pero la vía para hacerlo nunca será a través de una libertad de expresión mutilada.