Los niños y niñas migrantes que siguen esperando en Canarias y en las ciudades autónomas

Más de 6.000 menores migrantes esperan los trámites que les permitan salir de Canarias y de las ciudades autónomas para empezar una vida digna

Salvamento Marítimo ha rescatado y trasladado hasta el puerto de La Restinga, en El Hierro, a los 83 ocupantes de un cayuco localizado a 19,3 kilómetros de la isla, y entre los que había 17 menores y 7 mujeres.
EFE/Gelmert Finol

Las mochilas y las bolsas de plástico que traen consigo —una camiseta, unas zapatillas gastadas, un número de teléfono escrito a mano o la foto de un familiar— se quedan en el cayuco. Al llegar al muelle, esas pertenencias se abandonan y con ellas el último vínculo que los une a su tierra. La vida anterior se rompe allí mismo y comienza otra, hecha de expedientes, tutelas judiciales y meses de espera en centros de protección.

Son niños y niñas que viajaron solos, empujados por la urgencia de escapar de la pobreza, de la falta de oportunidades o de la violencia que atravesaba sus barrios. Algunos pasaron semanas moviéndose de una ciudad a otra hasta encontrar un cayuco; otros cruzaron fronteras terrestres entre controles y carreteras interminables. La mayoría soportó hambre y frío en casas improvisadas, siempre con el mismo objetivo: llegar a Canarias o a las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla. Una vez conseguido, su día a día ha transcurrido en centros saturados, concebidos para estancias breves que terminaron convirtiéndose en largas, lugares que nunca imaginaron como el espacio donde tendrían que intentar recuperar su infancia perdida.

Los que están a punto de cumplir dieciocho sienten que su futuro se decide lejos de ellos. Lo saben porque miran en las redes sociales, donde cada día aparecen mensajes que hablan de su presencia como si fueran una carga. Intuyen que la política los ha transformado en un tema de debate partidista e inhumano y que su vida se juega en despachos a los que nunca entrarán. Para algunos, el retraso de un traslado significa seguir meses sin estudiar; para otros, la mayoría de edad puede llegar antes de que exista una solución y dejarlos en la calle.

Ibrahima, un niño senegalés de 15 años llegó en el verano de 2024 a El Hierro. Fue uno de los menores que, nada más pisar el muelle, tuvo que ser derivado porque la isla no podía absorber tantas llegadas. Salió en un vuelo hacia Gran Canaria acompañado por agentes de la Policía Autonómica canaria, garantes de la tutela ejercida por el Gobierno de Canarias, junto a los educadores responsables del grupo. Desde entonces permanece en un centro de Las Palmas. “Rezaba para que el mar nos dejara llegar”, recuerda. Su padre fue carpintero y él sueña con aprender ese mismo oficio para algún día enviar dinero a su familia.

En Ceuta, Salma, menor marroquí de 14 años, llegó nadando de noche, bordeando el espigón del Tarajal, un paso tan peligroso que en lo que va de año veintitrés cuerpos han aparecido flotando en el mar. Fue acogida en un centro de menores bajo la tutela de la Ciudad Autónoma, responsable legal de estos chicos y chicas. Le gustaría retomar los estudios, una oportunidad que apenas tuvo en su casa: la mayor parte del tiempo lo pasaba cuidando de sus cuatro hermanos pequeños y casi no iba a la escuela. “Quiero aprender para no volver a estar atrapada en la casa”, Lo dice en un castellano incipiente que mezcla con expresiones en dariya, el árabe marroquí que se habla sobre todo en el norte del país. En la casa de acogida se esfuerza en aprender español porque sabe que esa será la llave para regresar algún día a un aula.

Las niñas cargan con un peso añadido. Muchas llegaron tras haber pasado meses retenidas en casas de paso de Marruecos o Mauritania, donde quedaron a merced de las redes de trata. Algunas han relatado a sus educadoras cómo fueron usadas como moneda de cambio por los traficantes, entregadas incluso a policías o guardias fronterizos. En un centro de Gran Canaria, una trabajadora explica que esas experiencias marcan su día a día: “Ellas hablan poco, desconfían más, les cuesta jugar como las demás. Necesitan tiempo y seguridad para volver a sentirse niñas”. Una de ellas, de apenas trece años, escribió en su cuaderno: «Cuando llegué pensé que todo había terminado. Ahora quiero que nadie me mande más».

En medio de esa espera, el decreto aprobado por el Gobierno abre una salida. Permite activar la derivación de menores desde Canarias, Ceuta y Melilla hacia las comunidades autónomas peninsulares. El objetivo es aliviar la saturación y garantizar que los adolescentes puedan continuar su vida en condiciones más dignas. El presidente de Canarias, Fernando Clavijo, ha insistido en la necesidad de actuar sin demora: «No puede ser un problema distribuir cuatro niños en un país de 50 millones de habitantes». Reclama al Estado mayor agilidad en los procedimientos y apela directamente a la solidaridad de sus homólogos autonómicos.

Algunas comunidades han mostrado reservas y consideran excesivo el cupo previsto de 32 niños y niñas por cada 100.000 habitantes. El desacuerdo político se superpone así a la realidad cotidiana de estos chicos, que siguen aguardando en los centros a que se resuelvan los trámites. Sus vidas quedan reducidas a cifras, porcentajes y ratios, mientras el tiempo avanza en su contra.

Mientras la clase política se enzarza en disputas y los discursos de odio alimentan su criminalización, en una pista deportiva de Santa Cruz de Tenerife un chico gambiano de 13 años golpea una pelota contra la pared. Lo repite una y otra vez: «Lo único que pedimos es que se nos vea como lo que somos: niños» A unos metros, una cuidadora lo observa y deja escapar una frase que lo resume todo: «La infancia no debería tener fronteras. Y, sin embargo, todo en sus vidas está marcado por ellas».