Dicen que la edad es solo un número, pero en el caso de María Branyas Morera ese número parecía desafiar lo posible: 117 años. Nació en San Francisco en 1907, cuando todavía circulaban tranvías tirados por caballos, y murió en 2024 en Girona, después de haber sobrevivido a dos guerras mundiales, a la Guerra Civil española y al COVID-19… del que se recuperó con 113 años. Su vida tendió un puente entre tres siglos y su cuerpo, ahora lo sabemos, se convirtió en una auténtica biblioteca viviente para la ciencia.
Un año después de su muerte, investigadores del Instituto de Investigación contra la Leucemia Josep Carreras han presentado los resultados de un estudio sin precedentes: el análisis biológico más completo jamás realizado a un supercentenario. Y lo que descubrieron en las células de María podría transformar para siempre nuestra manera de entender la vejez.
Una excepción a la regla
“Lo que más me impresionó al conocer a María fue lo bien que conservaba la lucidez, la capacidad de razonar y de recordar, la naturalidad de nuestras conversaciones y la relación tan cercana que mantenía con el personal de la residencia. Me transmitió la imagen de una persona alegre, con energía y aún con mucho que aportar a su edad”, recuerda Eloy Santos, investigador del estudio.
A esa vitalidad se sumaba algo que sorprendió aún más en el laboratorio: su epigenética. Esas pequeñas marcas químicas que se colocan sobre el ADN para regular el funcionamiento de los genes parecían pertenecer a alguien mucho más joven. “Sus células, a pesar de ser muy viejas, se comportaban como si no lo fueran tanto”, explica Santos.
Entre genes únicos y buenos hábitos
La investigación confirmó que María albergaba variantes genéticas extremadamente raras, casi inexistentes en la población europea, relacionadas con el cerebro, el corazón, al metabolismo y al sistema inmunitario. “Esa combinación la protegió frente a muchas de las enfermedades propias de la vejez”, aclara el científico.

Pero no todo se reducía a la herencia. Su estilo de vida contribuyó a que esos genes “jugaran a su favor”. Seguía una dieta equilibrada de base mediterránea, rica en fibra y en alimentos fermentados como el yogur. Dormía bien, practicó ejercicio moderado durante décadas y, quizá lo más decisivo, mantuvo siempre un entorno afectivo sólido, con familia y amistades cercanas.
“Estos hábitos permitieron que su biología funcionara de manera más eficiente y que acumulase menos probabilidades de desarrollar patologías asociadas a la edad”, señala Santos.
El secreto en sus células
Los análisis revelaron huellas inequívocas de la edad: sus telómeros -las “tapas” que protegen los extremos de los cromosomas- estaban muy acortados y su sistema inmunitario había acumulado numerosas mutaciones. Sin embargo, esos mismos telómeros diminutos funcionaban como un freno natural frente al cáncer, al limitar la capacidad de las células de dividirse sin control.
El equipo descubrió, además, un intestino sorprendentemente joven. “Encontramos una población abundante de bifidobacterias, típicas de personas con una salud digestiva y metabólica excelente”, explica Santos. Ese microbioma equilibrado contribuía a reducir la inflamación, uno de los principales factores de riesgo asociados al envejecimiento.
Más joven por dentro que por fuera
Aplicando relojes epigenéticos, los investigadores calcularon la edad biológica de María: entre 15 y 20 años menor que su edad cronológica. En otras palabras, a los 117, su organismo funcionaba como el de alguien de unos 100.
“Esto se determina analizando esas marcas químicas que se acumulan sobre el ADN y varían con el tiempo. Dime qué epigenética tienes y te diré qué edad biológica tienes”, resume Santos. Y se atreve con una predicción que acerca la ciencia al día a día: “Llegará un momento en que cualquiera podrá hacerse un análisis para saber cuántos años tiene por dentro. Lo veremos en cuanto las tecnologías de secuenciación y bioinformática sean más accesibles”.
Quienes no heredamos genes extraordinarios podemos, sin embargo, imitar a María en lo esencial. “Podemos aprender muchísimo de ella”, insiste Santos. “Seguir una dieta equilibrada, dormir bien, mantener la actividad física y social, cultivar la paz interior… Nada de esto garantiza llegar a los 117 años, pero sí nos ayuda a vivir mejor y a reducir el riesgo de enfermedades”.
El mensaje más importante, subraya, es que la longevidad no depende únicamente de lo que está escrito en nuestros genes, sino también de cómo elegimos vivir.
Longevidad en clave de género
El caso de María se inscribe en una tendencia evidente: la gran mayoría de supercentenarios son mujeres. Para Santos, la explicación es múltiple. “Las mujeres suelen vivir más porque combinan factores biológicos y sociales. Históricamente, fumaban menos, no iban a la guerra y evitaban ciertos comportamientos de riesgo. A esto se suma la posible protección hormonal que ofrecen los estrógenos frente a determinadas enfermedades”.

Sin embargo, advierte, los cambios sociales han reducido algunas de estas diferencias, y hoy los hombres viven más que en el pasado, aunque todavía lejos de alcanzar la esperanza de vida femenina. “Es un campo en el que todavía queda mucho por investigar”, añade.
El futuro de envejecer bien
El estudio de María Branyas va más allá de la anécdota. Su genética única abre la puerta a terapias que podrían reproducir esos efectos protectores en la población general. “El descubrimiento de sus genes nos permitirá desarrollar estrategias o tratamientos para que todos puedan beneficiarse de lo mismo”, asegura Santos.
Pero la pregunta clave es ética: ¿serán estas terapias accesibles para toda la población, o se limitarán a quienes puedan pagarlas? El futuro de la longevidad saludable dependerá, en buena medida, de cómo respondamos a esta cuestión.
Más allá de los datos científicos, lo que nos deja María Branyas es una auténtica lección de vida. Fue testigo de un siglo convulso, cultivó hábitos sencillos, se rodeó de afectos y supo conservar la alegría hasta el final.
Su historia nos recuerda que envejecer no tiene por qué significar enfermar. Que el secreto para vivir más y mejor puede encontrarse tanto en los genes como en lo cotidiano: un yogur, una caminata al sol, una conversación con amigos. Y que, aunque la ciencia continúe desentrañando los misterios de la biología, la longevidad -esa que habla en femenino- seguirá siendo, en gran medida, un arte de vivir.