Torre-Pacheco

Maruja, la ‘abuela del grafiti’ a la que respetan los jóvenes marroquíes de Torre-Pacheco

Ella los llama “mis zagales”. Estos días de altercados y “cacerías del odio” los ha vivido preocupada por ellos.

El mural que preside Maruja en su barrio de San Antonio
Bea Osa

En Torre Pacheco ya hay tercera generación de migrantes. Pero hace una década, cuando la mayoría tenía a sus mayores en Marruecos y no contaba con esa figura en sus familias, el puesto vacante lo ocupó Maruja Martín. Hoy su rostro preside un mural en el recién reformado centro social del barrio de San Antonio. “Todo el mundo dice que es Maruja. La única que no se reconoce es ella”, ríe su hijo Abraham. Al principio estaba reacio a hablar. La tensión de estos días aboca a muchos al silencio, coartados ante el riesgo de sentirse señalados en el enfrentamiento reinante. “Siempre hay una manzana podrida en todas las cestas, pero aquí se vive bien. El nuestro no es peor que otros barrios. Yo me he dejado las llaves de casa puestas en la puerta y del que menos me lo esperaba, del que tachan de ladrón, es del que recibí el aviso”.

Pachequeño de nacimiento como su madre, lleva desde los siete años en San Antonio. “Era un barrio totalmente diferente. El país entero era diferente. No había inmigración como ahora, y al menos aquí el cambio ha sido progresivo, sin darnos cuenta. Recuerdo que venían solicos los padres desde Marruecos y cuando podían se traían a su mujer. Así que yo he crecido con sus hijos como ahora el mío lo hace con los suyos”. Y Maruja ejerce de abuela de todos. Estos días, desde la distancia. “Ella se agarra a que si estuviera aquí los críos no participarían en los altercados. Los frenaría. Lo cree por el respeto y el cariño que sabe que la tienen. Porque la ven como su abuela”, insiste Abraham.

Leidy, la nuera de Maruja en la puerta de la casa familiar en San Antonio
Bea Osa

El pelo canoso, la mirada franca. La imagen de Maruja -esa en la que ella no se reconoce, seguramente por modestia- preside el collage interracial de mujeres que pintó hace dos años un grafitero por encargo del ayuntamiento, en una iniciativa que buscaba retratar la diversidad de Torre Pacheco. Durante las noches más intensas de los disturbios callejeros, los ojos fijados con spray en la pared parecían tan vigilantes como el dron de la Guardia Civil que sobrevolaba la zona cero. “Dile a mis zagales que se estén quietos”. Es el encargo que expresamente le hizo a su nuera Leidy Bermúdez, colombiana de 36 años. Llegó a Torre-Pacheco con tres años, los mismos que ahora tiene su hijo al que no le queda otra que compartir abuela con los jóvenes marroquíes del barrio. “Vive ahí, en esa casa roja, pero estos días no está”, nos indican. Son ellos los primeros que la ponen en el radar de Artículo14. “Les ha cambiado los pañales a muchos de ellos porque sus padres tenían que ir a trabajar al campo o al almacén, y allí se echan muchas horas”. Leidy ha sufrido en su piel el rechazo de lo ajeno. Ahora, al mirar en derredor ve lo que define como “una sangría de países”, aunque con mayoría marroquí.

El mural con su hijo Abraham y uno de los zagales de Maruja
Bea Osa

El callejero también ha cambiado. Donde estaba la guardería han abierto un centro de empoderamiento para mujeres. La librería la cerraron, como la bodega del vinatero. “Las fiestas del patrón no se hacen porque mi madre se hizo mayor, igual que Lina la de tienda o Lola…”. Todas rondan los noventa. Son las mujeres que levantaron el barrio. Las que hacían un trabajo invisible. O no tanto. “Mi madre siempre ha sido una persona querida, la que ha defendido las causas, los pequeños problemas… La voz que llegaba al ayuntamiento, porque la han conocido todo los alcaldes”. La voz -y cara- del barrio. El centro social en el que está su retrato asoma a la plaza Sánchez Raspinegro. Entre esa y la colindante se reparten al caer la tarde ”los zagales de Maruja”. Allí los cercaron cuatro pelotones de la GRS de la Guardia Civil la madrugada del jueves. Algunos jóvenes creyeron detectar a un intruso en su territorio y, en plena convocatoria de “cacería racista”, se sintieron amenazados. Cogieron tubos, palos y se taparon el rostro con las camisetas. A vista de dron policial, la imagen era delatora. Los antidisturbios entraron en tromba y los chavales se escondieron como pudieron. De poco más de una veintena, seis terminaron identificados. Sin ganas de protagonizar más algaradas nocturnas.

En ausencia de su madre, Abraham ha ejercido de abuela. “Estas noches me acercaba donde estaban los chavales y les preguntaba: ‘¿qué estáis haciendo?, ¿no veis que os están poniendo en contra de alguien contra el que no tenéis nada?”. Es de la opinión de que la paliza que le dieron a Domingo merece castigo, pero sin llegar al enfrentamiento vecinal. “Creo que la gente ha comprendido que esa no es la manera. Basta con mirar cómo estamos ahora. Se supone que esta es la zona cero y aquí estamos tranquilamente charlando a la fresca”.

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