“La quería mucho”. Con esa frase, el alcalde de Alpedrete del PP, Juan Rodríguez, trató de justificar el crimen de Pilar. La mujer de 60 años asesinada por su marido el sábado en la localidad. Una mujer apuñalada cincuenta veces por su pareja. La quería mucho. Tanto como para matarla. La quería mucho. Tanto como para convertir su cuerpo en un territorio marcado por la brutalidad. La quería mucho. Tanto como para borrar su voz para siempre.
Hay frases que, dichas en boca de un representante público, son algo más que una torpeza: son un retroceso y un escándalo. Son un mensaje. Una forma de decir que hay crímenes que pueden entenderse si miramos a quién los comete y no a quién los sufre. En este caso, el mensaje fue claro: el agresor tenía problemas —“dolor de espalda”, “dificultades laborales”, “frustración”— y, según el alcalde, eso permitía afirmar que no se trataba de violencia de género.

La asesinó por un “dolor de espalda”
Pero cincuenta puñaladas no nacen del dolor en la espalda. Ni de un estado de ánimo. Ni de la precariedad. Cincuenta puñaladas son la culminación de una narrativa cultural que justifica, minimiza y, en última instancia, normaliza la violencia que los hombres ejercen contra las mujeres. Una narrativa tan vieja que a veces ni la vemos, pero que sigue ahí: el mito del hombre que sufre y actúa sin querer, del hombre que mata porque está desesperado, del hombre que “ama demasiado”.
El médico forense y exdelegado del Gobierno contra la Violencia de Género, Miguel Lorente cree que cada vez que se intenta presentar un feminicidio como un acto aislado, producto de circunstancias personales del agresor —edad, enfermedad, adicciones, depresión—, se está reproduciendo uno de los mecanismos más básicos de negación. “Esto se ha intentado presentar muchas veces como crímenes por compasión, como algo ajeno a la violencia de género”, señala. Y lo preocupante, dice, no es solo que este discurso exista, sino que ahora provenga de un alcalde: “No habla como individuo, sino como institución”, recuerda.
Es una diferencia fundamental. Cuando una autoridad pública relativiza un asesinato machista, no solo expresa una opinión: marca una posición institucional, influye en la percepción social y envía un mensaje a las víctimas. Un mensaje que, traducido, dice: “Puede que lo que te pase no sea violencia machista. Puede que él tenga sus razones”.
¿Había sufrido maltrato previo?
Y las víctimas, que ya conviven con miedo, silencio y soledad, escuchan ese eco con una claridad que quienes están en los despachos no siempre son capaces de imaginar.
A esa negación institucional se suma otro elemento, aún más profundo: la idea de que si no hay denuncias previas, si no hay agresiones documentadas, si no hay un historial evidente, entonces quizá no existía violencia. Lorente lo desmiente sin matices: que no se detecte violencia no significa que no exista. Que no haya denuncias no implica que no haya control, humillación o miedo. En la violencia de género, la falta de registro no es sinónimo de inocencia, sino de invisibilidad.
Y en este caso concreto, cincuenta puñaladas son la prueba más brutal de que la violencia estaba allí, aunque nadie quisiera o pudiera verla.
Una violación de derechos fundamentales
Desde una perspectiva de derechos humanos, la presidenta de la asociación Alanna, Chelo Álvarez, va aún más lejos: negar la violencia de género utilizando excusas individuales del agresor es una violación de derechos fundamentales. No se trata de una discusión semántica o ideológica; es una cuestión legal, constitucional y ética. España está obligada por el Convenio de Estambul, por CEDAW, por la Constitución y por sus propias leyes a reconocer, nombrar y combatir la violencia machista. Cada vez que una institución intenta borrarla del discurso, está incumpliendo ese deber.

Álvarez recuerda algo que debería ser obvio, pero que algunos discursos insisten en ensombrecer: millones de hombres viven situaciones difíciles —pobreza, dolor crónico, desempleo, depresión— y no asesinan a sus parejas. La violencia machista no nace de la precariedad ni del sufrimiento, sino del machismo. Del sentido de propiedad. De la idea estructural —y aprendida— de que la vida de una mujer puede ser un territorio controlable.
Y cada vez que un responsable público dice “no era violencia de género”, está sosteniendo, aunque sea de manera involuntaria, ese mismo andamiaje cultural.
Lo personal aquí se mezcla con lo político. Escuchar a un alcalde decir que un feminicidio no era violencia machista porque “la quería mucho” provoca un nudo difícil de explicar. No solo porque es falso, sino porque es cruel. Es cruel con la víctima, cruel con las mujeres que hoy viven con miedo, cruel con las familias que han perdido hijas, madres, hermanas. Y también cruel con una sociedad que intenta avanzar mientras algunos discursos la empujan hacia atrás.
La pregunta entonces es inevitable: ¿qué implica decir que un hombre que asesta 50 puñaladas a su pareja “la quería mucho? Implica aceptar que el amor de un hombre puede expresarse a través de la violencia. Implica legitimar el mito del “crimen por amor”. Implica enviar a las víctimas un mensaje devastador: “si denuncia, quizá no te crean; si te matan, quizá encuentren una explicación”.
La violencia machista se sostiene también en las palabras. En cómo nombramos. En cómo justificamos. En cómo callamos. Y por eso importa tanto lo que dice un alcalde, un médico, una activista o un periodista. Importa porque cada discurso que atenúa la responsabilidad del agresor refuerza el sistema que permite que estos crímenes ocurran.
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