El Festival de Eurovisión ha sido durante décadas un escaparate global no solo para las canciones, sino también para la imagen que Europa proyecta de sí misma. En ese escenario de luces y cámaras, la mujer ha ocupado un lugar central, pero no siempre en igualdad de condiciones. Desde la elegancia contenida de Salomé en 1969 hasta el despliegue pop de Melody en 2024, la representación femenina ha vivido transformaciones profundas, como lo ha hecho el concepto de feminidad.
Si Salomé conquistó a una Europa todavía de posguerra con un vestido de flecos y voz de mezzosoprano contenida, Melody llevará en 2025 un show de pop electrónico, contoneo flamenco y visuales en 3D. Entre ambos hitos se extiende una historia de transformaciones sociales, tecnológicas y estéticas que han ido redefiniendo el papel de la mujer dentro y fuera del escenario. Artistas, compositoras y expertas analizan para Artículo14 cómo el festival ha reflejado los códigos de género de cada época y cómo muchas intérpretes han desafiado —y redefinido— su papel en el certamen.
De la solemnidad a la era de la televisión en color
“Ya han pasado 57 años. La música es otra y le deseo a Melody lo mejor”. Con esta frase, Massiel —ganadora en 1968 con La, la, la— abre la conversación y deja claro que el salto generacional es tan sonoro como visual. En los años 60 la voz femenina española que llegaba a Eurovisión debía rozar la imagen de prima donna respetable: vestidos de gala, gestualidad mínima y una interpretación medida en cada nota. Salomé perpetuó esa imagen en 1969 con el célebre diseño de Pertegaz cargado de 14 kilos de porcelana.

En el ensayo Música y mujeres: género y poder, la musicóloga Marisa Manchado recuerda que la cantante eurovisiva “no podía ser demasiado sexual ni demasiado política; la contención era su coraza de legitimidad”. La televisión en blanco y negro reforzaba esa liturgia: primeros planos contenidos y un único micrófono de pedestal.
Los setenta y ochenta: la irrupción de la cámara móvil
Con la colorimetría setentera llegaron la balada orquestal y la divinidad pop. Karina (1971) inauguró la etapa multicolor y conferida al gesto tímido. En los ochenta, el travelling de cámara promovió el cuerpo en movimiento —Recordemos a Paloma San Basilio (1985) o a Nina (1989)— pero todavía dentro de moldes de “elegancia”.

Para el periodista Carlos García López, eurofan y reportero del programa de Antena 3 Y ahora Sonsoles, esta primera fase guardaba un patrón claro: “La perseverancia y disciplina siempre deben tener recompensa, y precisamente ellas son la bandera de Melody desde hace mucho tiempo. La intérprete y su ejecución son magníficas. Eso sí, tengo grandes dudas de si Esa diva puede ser la diva de Europa”. Con su apreciación subraya un rasgo que ha mutado: hace décadas bastaba con la disciplina vocal y la elegancia para seducir al jurado; hoy la competencia es un arte total.
El periodista añade un matiz esencial: “Ganar en Eurovisión es un milagro tan excepcional que cada artista y canción que lo logran merecen su propio estudio. Que llevemos más de 50 años sin ganar el festival creo que ni mucho menos habla de nuestros representantes, sino de cómo somos percibidos fuera”. La percepción externa —y con ella, la iconografía femenina— se convierte en un factor político-cultural.
Los noventa y dosmiles: la explosión del show
La llegada del steadicam, los coristas callejeros y el lipstick pop llevan a una nueva década de divas expansivas. Barei (2016) o Pastora Soler (2012) ya se movían en una coreografía pensada para auditorios de 15.000 personas y millones de streamers. Es la década donde la mujer eurovisiva mezcla virtuosismo con marca personal.
Aquí aparece lo que la periodista Almudena M. Lizana, de Fórmula TV, describe como la dimensión audiovisual decisiva: “Considero que en Eurovisión (aunque el título completo sea Eurovisión Song Contest) el aspecto audiovisual es muy importante, porque al final la puesta en escena juega un papel esencial en cada candidatura y puede tanto elevar como perjudicar a las canciones que acompañan”. El festival ya no se gana (ni se pierde) solo con la voz; la cámara, el LED y el styling son coprotagonistas.
Sin embargo, esa espectacularidad introduce otra batalla: la del control sobre el cuerpo femenino. Lizana denuncia la desigualdad de criterios aplicada en 2025: “Este año, curiosamente, ha habido dos hombres que han podido actuar sin camiseta, Australia y Armenia, sin ningún impedimento por parte de la UER, mientras que Erika Vikman, representante de Finlandia, se ha visto obligada a cambiar su vestuario para convertirlo en algo más recatado, tapándose el culo… Esta doble vara de medir me resulta muy extraña y bastante machista.”

2010-2025: del girl power a la diva híbrida
Con la ola feminista de 2017, la diva canónica sufre mutación: llegan cuerpos no normativos (Netta, 2018) y estilos híbridos que combinan urbana, folklore y visual effects. La artista y productora Innmir lo explica así: “Creo que las propuestas cada vez han ido quizás menos enfocadas a la capacidad vocal del artista… y actualmente se apuesta por un show más completo que incluya coreografía, efectos especiales, vestuario, visuales… y unido a esto, un hit que enganche al público. Se busca quizás un todo”. El “todo” no es solo sonido: es branding, redes y viralidad.
Melody, 2025: la diva de barrio frente al algoritmo global
En Esa diva, Melody, la representante española de 2025, sintetiza 20 años de giro escénico: coreografía influida por TikTok, falsetes de pop latino y un storytelling que se autoparodia (insiste en una llamada telefónica que mantuvo con Lady Gaga). Esta autoironía la explica la productora Gema del Valle, cofundadora de Subterfuge Records y quien ejerció de jurado en la edición de 2024:
“La situación este año es curiosa porque muchos países no han elegido al favorito del público, así que algunas propuestas son a priori más flojas. Nuestra baza es la fuerza arrolladora de Melody, capaz de imponerse quizás a esa puesta en escena que finalmente ha sido más clásica… Está haciendo una promoción internacional fantástica sin apenas saber inglés, con ese arte que tiene contando la historia de la llamada a Lady Gaga. Se ha metido a todos los periodistas en el bolsillo. Es la mejor representante en cuanto a promoción que ha tenido este país… Un top 10 sería un sueño”.
Hay una reflexión cultural que va más allá de la apuesta por Melody: “En Eurovisión se tiende más a valorar a una representante femenina… En nuestro país, el Benidorm Fest solo lo han ganado mujeres; la comunidad LGTBIQ+ es muy potente en el fandom del festival e idolatra a las divas. Luego en Europa va por modas cíclicas. Cuando Chanel llegó, la moda de diva bomba sexual había decaído y fue muy criticada. Que una chica se ponga el vestido que quiera… no es hipersexualización desde mi punto de vista”. García López coincide en el diagnóstico femenino: “Para mí, no hay nada en la música más poderoso que una agrupación femenina. Reino Unido por fin llega al festival con una girlband, Remember Monday, y solo el hecho de recuperar este concepto en 2025 me parece un gran motivo de celebración”.

Gema del Valle añade un diagnóstico sobre la edición presente: “No estamos en época de fuegos artificiales y latineo; estamos en época de buena canción, buena voz y buena puesta en escena con clase. Suiza y Francia van por ahí”.
Las dinámicas geopolíticas siempre han tensionado el relato femenino. “Nuestro problema con los vecinos es que no tenemos vecinos por debajo que compartan nuestra cultura… Francia por arriba nos mira con recelo e Italia nunca nos da nada. Los nórdicos se votan entre ellos, los bálticos entre ellos… Esto es nuestro hándicap”, analiza quien fundó una discográfica que sigue siendo relevante más de 25 años después. “Que se utilice el festival para fines políticos es lo que deteriora la credibilidad del certamen. Una norma estricta de que países en conflicto bélico deben estar fuera de Eurovisión sería necesaria”.
¿Ha favorecido el festival la voz femenina?
España solo ha ganado dos veces en Eurovisión, y ambas veces lo hizo con mujeres: Massiel en 1968 y Salomé en 1969. ¿Se trata de una simple coincidencia o de un patrón que revela una mayor valoración de la propuesta femenina en el contexto eurovisivo? Para Del Valle no hay duda: “En Eurovisión se valora más a la representante femenina… En Europa la diva hipersexualizada puede pasar de moda, pero sigue habiendo fascinación por la figura de la mujer fuerte”. Esa fascinación ha evolucionado desde la solemnidad de las intérpretes clásicas hasta los códigos híbridos actuales, donde coexisten lo tradicional, lo performativo y lo político.
Carlos García López, ofrece una lectura más matizada, donde el contexto internacional también influye en la percepción del espectador: “Massiel es poderío, lo era entonces y lo es ahora… Sin quitar mérito a Salomé, cuando un país gana, en la edición siguiente todo se ve con mejores ojos”. En los últimos años, la representación femenina ha ganado una visibilidad inédita en la historia del certamen español. Chanel, que logró un tercer puesto en 2022 con SloMo, reivindicaba en una entrevista con El País su derecho a expresarse sin pedir disculpas: “No tengo que pedir perdón por bailar y cantar con un body brillante. Me siento empoderada”. Lo que para algunos fue una performance sexualizada, para Chanel fue una afirmación de identidad escénica, trabajada y legítima. “Ser sexy no está reñido con ser artista”, zanjó en otra conversación con Los 40.

Rigoberta Bandini, cuya propuesta feminista Ay mamá quedó fuera de Eurovisión en el Benidorm Fest de ese mismo año, también encontró en el festival un escenario donde testar los límites del discurso. En declaraciones a La Vanguardia, defendía la necesidad de que “las mujeres podamos hablar de nuestros cuerpos sin pudor, sin necesidad de que todo sea sexualizado por otros”. Su canción hablaba de la maternidad como potencia vital y símbolo político, y aunque no llegó a Turín, su impacto fue transversal y duradero.
Blanca Paloma, que representó a España en 2023 con Eaea y a quien hemos entrevistado en Artículo14, llevó aún más lejos la fusión entre tradición y empoderamiento. La artista reivindica el flamenco como “vehículo de expresión profunda y espiritual”, y celebra que el escenario de Eurovisión le permitiera “honrar la memoria de mi abuela y de todas las mujeres que no pudieron alzar la voz”. Su propuesta, sobria y experimental, rompió con el molde de la diva pop y ofreció una visión distinta, menos inmediata pero profundamente simbólica.
Todas ellas, desde registros distintos, han contribuido a ensanchar lo que significa hoy “ser mujer” en Eurovisión: ya no hay una sola manera de representar esa identidad, y esa pluralidad es quizás el mayor logro de esta evolución.
De la discreción al empoderamiento
La metamorfosis de la mujer eurovisiva española resume medio siglo de cambios socioculturales, mediáticos y estéticos. De la solemnidad ortodoxa de los años sesenta al espectáculo integrador y autoparódico de 2025, la evolución ha transitado por tres ejes fundamentales: la imagen corporal, la narrativa de las canciones y el contexto tecnológico en que estas se difunden.
Primero, el cuerpo: de la cantante hierática enfundada en un vestido largo a la performer total, que baila, dramatiza y redefine el canon con cada gesto. La discusión sobre la hipersexualización —que Chanel enfrentó con firmeza— ha derivado en una nueva lectura del cuerpo femenino: no como objeto pasivo de deseo, sino como herramienta activa de presencia escénica. La libertad de vestuario ya no se mide en centímetros de tela, sino en grados de autonomía creativa.

En segundo lugar, la narrativa. Las canciones de Eurovisión ya no se limitan a baladas de amor universal. Desde Quédate conmigo hasta Eaea, el relato ha pasado por historias de superación, feminismo, orgullo queer o defensa del folclore. La mujer ya no solo canta al otro: también se canta a sí misma, a su linaje y a su comunidad. Ese giro es político, emocional y profundamente artístico.
Finalmente, el entorno. De la televisión lineal a TikTok, del aplauso del jurado al meme viral, el festival se ha convertido en un campo de batalla cultural donde las identidades se negocian en tiempo real. Hoy, la mujer eurovisiva no solo canta: también discute con sus seguidores, responde a las críticas, inspira a otras artistas y defiende su lugar en un espacio cada vez más plural.
Melody, que llega a la final de Malmö con un tema lleno de raíz, humor y carisma, encarna esa síntesis. Su presencia escénica no busca solemnidad, sino alegría; no impone, sino que conecta. Como apunta Innmir, “hemos visto ganadores de todos los géneros, y eso es positivo porque rompe estereotipos”. Y al romperlos, permite nuevas formas de representación, más abiertas, híbridas y contagiosas.
Si Esa diva logra colarse en el top 10, no será solo una victoria personal. Será el síntoma de una transformación más profunda: la diva española ya no necesita mostrarse perfecta ni grandilocuente para ser respetada. Le basta con ser ella misma —en plural, en pie y en movimiento— para ser recordada. Y eso, más allá de los votos, es quizás el mayor triunfo que puede regalar Eurovisión.