Pocas piezas de la cultura material concentran tanta carga simbólica como el abanico. A simple vista parece un accesorio delicado, casi frívolo, destinado a aliviar el calor o completar un atuendo. Sin embargo, su historia revela un objeto profundamente ligado a lo femenino y a lo performativo, un utensilio que ha servido como instrumento de comunicación, como arma de seducción, como gesto de distinción social y símbolo de poder.
El abanico no nació en España, aunque aquí encontró una de sus patrias definitivas. En Oriente se utilizaba desde hace siglos como elemento ritual y litúrgico, asociado tanto a la protección contra los insectos como a la representación de la autoridad. En Japón o China, los abanicos rígidos eran parte del ceremonial de la corte y marcaban jerarquías. A Europa llegaron primero como objetos exóticos, importados por las rutas comerciales, y rápidamente se adaptaron a los códigos de la moda y de la etiqueta.
En la España del Siglo de Oro, el abanico empezó a ser inseparable de la identidad femenina. No era un mero complemento: se convirtió en una extensión del cuerpo, en un escenario portátil donde las mujeres podían desplegar gestos calculados. En una sociedad que restringía su voz y su libertad de movimiento, el abanico abrió una rendija para expresarse sin palabras. Surgió lo que se llamó “el lenguaje del abanico”, una convención social que permitía transmitir mensajes mediante la posición, la velocidad o la forma de abrirlo y cerrarlo. No está del todo claro hasta qué punto este código fue sistemático o más bien un mito romántico, pero lo cierto es que existía la convicción de que un abanico podía hablar.

El lenguaje del abanico
Un abanico cerrado sobre el pecho podía indicar recato, mientras que abierto y agitado con rapidez podía ser señal de impaciencia o de deseo de terminar una conversación. Sujetarlo con la mano izquierda podía significar aceptación; dejarlo caer, rechazo. Más allá de lo literal, lo interesante es que otorgaba a las mujeres un lenguaje propio en espacios donde debían permanecer en silencio. El abanico era un alfabeto secreto, pero también un escudo: ocultaba miradas, disfrazaba emociones, permitía jugar con la ambigüedad.
La iconografía española está llena de ejemplos. En los retratos de Goya, las majas sostienen sus abanicos como armas de coquetería, con un dominio escénico que habla tanto como sus miradas directas. A lo largo de la literatura costumbrista del XIX, el abanico aparece como compañero inseparable de las damas en los paseos, en los bailes y en los cafés.
En el flamenco se transformó en un elemento coreográfico: un golpe de abanico en el aire marca un compás, una apertura brusca señala un desafío, un cierre seco convierte el gesto en un latigazo sonoro.
Varias mujeres españolas supieron convertir el abanico en seña de identidad. La bailaora Carmen Amaya lo incorporó a sus actuaciones con una energía insólita, rompiendo la delicadeza tradicional y dotándolo de un carácter desafiante. La coplista Lola Flores lo utilizó como prolongación de su temperamento arrebatado, capaz de enfatizar una frase cantada con un giro repentino de la muñeca. En ambos casos, el abanico no era un adorno, sino un arma escénica que subrayaba su poderío.

El abanico como símbolo de poder
También en la esfera política y social hay mujeres que lo manejaron como símbolo. La reina Isabel II, aficionada a los abanicos, los utilizaba en actos oficiales no solo como complemento, sino como parte de una imagen de soberanía que jugaba con la feminidad sin renunciar a la autoridad. En los salones aristocráticos del siglo XIX, las damas no solo refrescaban el ambiente con ellos, sino que los empleaban como instrumentos de distinción: la calidad de la seda, el marfil de las varillas o la minuciosidad de las pinturas revelaban estatus y fortuna.
Pero el abanico no se limitaba a la esfera privada o ceremonial. En ocasiones se transformó en objeto de protesta. Durante el movimiento sufragista español de principios del siglo XX, algunas mujeres portaban abanicos con inscripciones reivindicativas o con los colores del movimiento, integrando así el símbolo tradicional de feminidad en un gesto político. El contraste entre un accesorio delicado y un mensaje contundente generaba un efecto performativo que reforzaba la visibilidad de su causa.
Si pensamos en el abanico como arma, no hablamos solo de metáforas. En la literatura picaresca y en el teatro de enredo aparecen escenas en que las mujeres lo utilizan para golpear, apartar o incluso ridiculizar a sus interlocutores. El abanico podía servir como defensa física, aunque ligera, y sobre todo como defensa simbólica frente a la intromisión masculina. Era una frontera móvil que las mujeres desplegaban entre su cuerpo y el mundo.

El abanico hoy en día
En el presente, el abanico mantiene vigencia. En Andalucía es todavía imprescindible en las ferias y romerías, donde se convierte en accesorio identitario y en elemento de expresión popular. Diseñadores lo han resignificado como objeto artístico, y colectivos feministas han reivindicado su uso como metáfora de la fuerza de lo femenino. En el teatro y la danza actuales se sigue empleando como herramienta performativa, capaz de añadir dramatismo, ritmo y significado a la escena.
La historia del abanico revela cómo un objeto aparentemente trivial puede contener más de un sentido. Fue arma de seducción y escudo de resistencia, lenguaje secreto y emblema de clase, accesorio de moda y herramienta política. Su ligereza no debe engañarnos: el abanico acompañó a las mujeres en la construcción de espacios de poder, aunque fueran pequeños y discretos. Cada gesto de abrirlo y cerrarlo esconde siglos de historia y maneras para hacerse escuchar sin palabras.