Hace menos de un siglo, en septiembre de 1931, las Cortes Constituyentes de la Segunda República debatían si las mujeres españolas, que acababan de obtener el derecho a ser elegidas, también podían votar. Tres mujeres ocupaban escaño: Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken. Paradójicamente, podían representar al pueblo pero no elegirlo. La discusión devino intensa, contradictoria y profundamente reveladora.
Uno de los argumentos más chocantes lo dio el médico y diputado Roberto Novoa: según él, las mujeres eran pura emoción, sin espíritu crítico ni capacidad reflexiva y, por tanto, incapaces de votar con criterio. Añadió que se encontraban bajo la influencia de la Iglesia y votarían en masa a la derecha, y que con ello se arruinaría la joven República.
Victoria Kent, también diputada y mujer, apoyó el aplazamiento del sufragio femenino con argumentos similares. Solo Clara Campoamor defendió con firmeza el derecho de todas las mujeres a al voto, y para ello citó a Humboldt: “La única manera de madurar para la libertad es caminar dentro de ella”.
Cuando se sometió a votación, el resultado fue ajustado, con muchas abstenciones, pero ganó el sí. La Constitución de 1931 reconoció por fin el sufragio universal. Un logro efímero: la Guerra Civil y la dictadura franquista anularían todos los derechos políticos durante décadas. Solo en 1977, en las primeras elecciones de la Transición, hombres y mujeres volvieron a votar en libertad.
La historia del voto femenino no es lineal. Sus orígenes modernos suelen situarse en la Declaración de Seneca Falls de 1848, en EE.UU., donde 68 mujeres y 32 hombres firmaron un documento que denunciaba las restricciones políticas, económicas y legales que sufrían las mujeres. Antes, en plena Revolución Francesa, Olympe de Gouges ya había proclamado la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana y había exigido igualdad jurídica. Mary Wollstonecraft, en 1792, pidió que las mujeres fueran educadas como ciudadanas racionales, no como meros adornos.
Nueva Zelanda concedió el voto femenino en primer lugar, en 1893, aunque sin permitirles ser candidatas hasta 1919. En Europa, Finlandia se erigió en la pionera: en 1906, aún parte del Imperio Ruso, permitió a las mujeres votar y ser elegidas. Le siguieron Noruega, Suecia, y más tarde Reino Unido, que solo tras la Primera Guerra Mundial, en 1918, concedió el voto a mujeres mayores de 30 años. Hasta 1928 no obtuvieron plena igualdad electoral.
En Estados Unidos, el voto femenino nacional llegó en 1920 tras una larga lucha; algunos territorios lo habían concedido antes (como Wyoming en 1889), aunque excluían a mujeres de otras etnias. En el Reino Unido, el movimiento sufragista sufrió una represión feroz: marchas, arrestos, huelgas de hambre y actos simbólicos. Emily Davison murió atropellada por el caballo del propio rey Jorge V en 1913, durante una protesta.
En España la mujer luchó no solo contra el machismo político sino también contra los temores de sus propias representantes. Campoamor pagó cara su defensa del sufragio: perdió su escaño y fue marginada políticamente. Hoy se la reconoce como una de las grandes pioneras del feminismo español.
A pesar de todo, el debate sigue vigente. En algunos países las mujeres aún no votan, o lo hacen presionadas. En otros, como Irán o Afganistán, las elecciones son una farsa y vetan a las candidatas. En muchos más, se tolera la participación política femenina solo si no incomoda.
Durante siglos a las mujeres se les negó la palabra. Hoy solo las dictaduras religiosas mantienen esa postura y, aún así, suelen presentar ante la opinión internacional algún tipo de simulacro de igualdad. Votar, además de un derecho, es un acto de afirmación. El voto femenino se obtuvo como una conquista. Y, como toda conquista, exige memoria y vigilancia constantes.
Espido Freire, autora de “La historia de la mujer en 100 objetos” ed.Esfera Libros, ha seleccionado 31 para una saga veraniega en Artículo14 donde hace un recorrido por algunos de los objetos que más han marcado a las mujeres a lo largo de su historia.