En Minas de Riotinto, Huelva, hay un camión que arranca cada mañana a las 7:30 horas. Lo conduce Ana Martín de la Rosa, 45 años, dos décadas de oficio y una rutina apta solo para cuerpos fuertes: setenta bombonas de butano a bordo de 20 kilos cada una de ellas, cinco pueblos, dos aldeas en la ruta y diálogos con vecinos que la reciben ya con la confianza de los años.
“Empiezo a las 7:30 horas y acabo a las 15:30. Cojo el camión, 70 bombonas de butano que pesan cada una de ellas 20 kilos, llevo la cuenca minera completa, son cinco pueblos y aldeas son dos”, resume.
Ana trabaja para Cepsa y es, asegura, “la única mujer repartidora de la empresa en España”. Lo dice sin una gota de vanidad, sino como un dato más. “No hay ninguna mujer en Cepsa que reparta butano, conductora y además repartidora, ninguna. En oficinas sí, en conducción también, pero no en reparto. Los callos de mi mano te lo demuestran, que no tengo manos de oficinista”.
“La del butano”
Su jornada combina fuerza y una fuerte dosis de empatía para tratar con vecinos, muchos de ellos muy mayores y que viven solos, y que aprovechan la llegada de “la del butano” para tener algo de conversación. “A la hora de cargar, cargamos las bombonas con una máquina, la fuerza la utilizamos para descargar el lleno y cargar el vacío”. Cada día mueve casi una tonelada y media de gas, pero no se lo toma como una heroicidad, al contrario, quiere ser ejemplo para otras mujeres. “Yo animo a las mujeres, si eres capaz de levantar pesas en un gimnasio, también puedes hacer esto. Tu cuerpo se acostumbra, no es tan difícil, es una rutina”.

El respeto de sus compañeros y clientes, dice, se gana trabajando. “Al principio les sorprendía ver a una mujer cargando las bombonas, chocaba un poco, porque la gente está acostumbrada a hombres grandes. Pero nunca ha habido una falta de respeto”. Ana es una mujer a la que no le asustan los retos. Con 19 años se alistó en la Legión. “Entonces ya me metí en una vida de hombre y allí sí que son machistas y allí es donde demuestras tu valía. Estuve cuatro años y medio y salí como cabo”. Quiso ir de misión —“quería vivir experiencias, ir a Irak”—, pero no la dejaron. Entonces se salió del ejército y se puso a trabajar en una cocina, en el campo, y no se adaptó. Hasta que le ofrecieron este empleo. “Me preguntaron que si me atrevía, hice la entrevista y dije: el día que no pueda, me voy yo sola”.
La maternidad la obligó a frenar, pero solo un tiempo. “Me quedé embarazada y fue mi jefe el que presionó para que me dieran la baja, porque no es solo el camión sino que además respiraba gas. En mi puesto metió a mi marido y a los diez meses volví”.
En dos décadas nunca ha tenido un accidente ni una fuga, solo “algún roce, porque las calles son estrechas”. Tampoco problemas de espalda. Lo que sí ha aprendido es que el trabajo no es solo físico: “No es solo el peso, es cobrarles, llevar las cuentas, hablar con los clientes, personas mayores que están solas”.
La pandemia fue su prueba más dura. “Seguía repartiendo y a esas personas tenía que dejarles la bombona detrás de la puerta porque yo venía de la calle. Era muy duro, pero no podía arriesgarme para evitar contagiarles”. Aquellos meses la marcaron más que los años de cuartel. “La pandemia fue lo más difícil a lo que me he tenido que enfrentar, ni en el ejército… me levantaba llorando”, explica.
En su profesión hay una idea que se repite: el respeto. “El tema de la igualdad siempre la he llevado al extremo, en el día a día lo demuestro, el valor que tiene la persona”. Asegura que las mayores faltas de respeto no las ha recibido de hombres, “sino de otras mujeres” aunque la mayoría de los clientes son educados, “sobre todo las personas mayores”.
En los pueblos de la cuenca minera la conocen por su nombre, o por sus apodos: Ana la bombonera o Ana la del butano. Y no necesita ir al gimnasio con el esfuerzo diario de cargar tanto peso. “Y nunca he tenido problemas de espalda… Yo solo he intentado abrir camino”, dice, con una mezcla de orgullo y sencillez. Mañana, como cada día, a las 7:30, el camión volverá a salir con Ana al volante. Ella revisará la carga, saludará a los compañeros y se pondrá a repartir cada bombona hasta que finalice la ruta. Porque, como dijo aquel primer día, “si no soy capaz de hacer este trabajo me voy yo”. Pero 20 años más tarde, aquí sigue.