En el extremo más indómito del litoral guipuzcoano, donde el monte Jaizkibel cae a pico sobre el mar Cantábrico y la niebla a menudo se enrosca en los pinos como una antigua superstición, se encuentra el valle de Labetxu. No es solo un accidente geográfico. Es un lugar donde el tiempo ha adquirido color.
Conocido entre los iniciados como el ‘Valle de los Colores’, el valle de Labetxu es una rareza natural que no parece tener cabida en Europa. Su paleta de ocres, rojos, amarillos y verdes parece sacada de un sueño geológico, o de otro planeta.
Este valle se abre camino entre Hondarribia y Pasaia, en la vertiente menos transitada del Jaizkibel. Desde la distancia, podría parecer una sucesión de riscos anodinos. Pero al acercarse, se revela un mundo esculpido por la paciencia del viento y el salitre. Las rocas de arenisca eocena, depositadas hace más de 50 millones de años en el fondo de un mar primitivo, han sido moldeadas con una precisión casi escultórica, dando lugar a bóvedas naturales, columnas retorcidas y superficies que parecen pintadas por la propia Tierra.
Un santuario geológico sin igual
La singularidad del valle de Labetxu ha sido reconocida por el Instituto Geológico y Minero de España, que lo considera uno de los Lugares de Interés Geológico más notables del País Vasco. Aquí se pueden observar con una claridad insólita los anillos de Liesegang, formaciones de colores concéntricos causadas por complejas reacciones químicas entre minerales como el hierro, el manganeso o el sílice. Estos patrones, difíciles de reproducir incluso en laboratorio, convierten cada rincón del valle de Labetxu en una obra de arte natural.
A pesar de su espectacularidad, el valle de Labetxu ha permanecido al margen de las rutas turísticas habituales del País Vasco. Su difícil acceso, lejos de ser un obstáculo, ha sido su mejor escudo. No hay carteles, ni aparcamientos, ni pasarelas. Para visitarlo, hay que caminar. Y eso, en tiempos de consumo rápido, es casi un acto de resistencia.

El origen del valle de Labetxu se remonta a entre 48 y 56 millones de años atrás, cuando la actual costa vasca yacía bajo un mar profundo. Los sedimentos marinos se fueron depositando capa a capa hasta formar un lecho rico en minerales. Posteriormente, la colisión entre la placa ibérica y la europea elevó y deformó estas capas, dando lugar a las actuales formaciones rocosas. Pasear por este valle es, en sentido literal, caminar sobre restos fosilizados de antiguos océanos.
Uno de los puntos más llamativos del valle de Labetxu es la llamada Catedral de Jaizkibel. Se trata de una gran plataforma de arenisca rojiza que solo se deja ver cuando la marea baja. La luz del sol, reflejada sobre su superficie húmeda, convierte ese espacio en una especie de templo cromático. A pocos metros, el Laberinto Blanco y las curiosas formaciones de la Concha Blanca o Las Gemelas añaden nuevas capas de asombro a este entorno único.
Cómo llegar (y cómo no estropearlo)
Para acceder al valle de Labetxu, hay dos rutas principales. La primera parte desde el Monumento a la Unión de los Pueblos —conocido popularmente como “el huevo frito”—, descendiendo por el cañón de Gaztarrotz. La segunda comienza en el antiguo Parador de Jaizkibel y ofrece vistas más amplias del entorno. En ambos casos, es imprescindible planificar la visita teniendo en cuenta las mareas. A fin de cuentas, algunas zonas solo son accesibles cuando el mar se retira.

Los expertos recomiendan visitar el valle de Labetxu en días despejados. Por lo visto, la combinación de humedad y luz solar intensifica los colores de las rocas, como si el paisaje hubiese sido barnizado por la naturaleza. Pero también insisten en algo fundamental: el valle de Labetxu no es un parque temático. No hay infraestructuras turísticas. Y su belleza depende precisamente de que siga siendo un espacio intacto. No dejar rastro es la única forma de agradecer la visita.