Era un club con banda sonora incorporada. Bastaba cruzar el umbral para sentir que Madrid se encogía un poco y te susurraba al oído: “tranquilo, aquí el tiempo va a otro ritmo”. El Café Central era eso. Un ritual, un refugio, una anomalía. Un lugar donde aún se podía estar -sin pantallas, sin postureo, sin prisa- solo tú, una copa y el sonido de un contrabajo resonando entre las paredes.
Ahora, después de 43 años de vida, ese ritual se termina. El 12 de octubre el Central cerrará su local de siempre, en la Plaza del Ángel, como quien se despide de una casa con los muebles puestos y los recuerdos intactos. No por falta de público, ni por capricho generacional: por un contrato de alquiler que no se renueva y una ciudad que se encarece a sí misma.
Y sin embargo, ¿cómo se cierra algo así? ¿Cómo se baja la persiana a más de 14.000 conciertos? Por ese escenario han pasado músicos que ahora figuran en libros de historia, y otros que quizá nadie recuerde pero que hicieron vibrar la sala con la misma intensidad. Porque el Central no era un escaparate, era una pista de aterrizaje para artistas.
La estética no había cambiado desde 1982. Y eso era parte del trato: quien entraba al Central no buscaba lo nuevo, sino lo real. La barra de madera, las lámparas tenues, los camareros que sabían cuándo no interrumpir. Y en medio de todo eso, una ciudad que seguía encontrando su pulso nocturno sin filtros ni algoritmos.
Quedan 35 personas sin empleo y una parte del alma cultural de Madrid sin dirección postal. Pero el Central no se va en silencio. Hasta octubre habrá una última celebración: conciertos especiales, reencuentros, despedidas a media voz. Una especie de epílogo que se tocará en clave mayor, como esas películas que terminan con la ciudad iluminada desde un taxi.
Los responsables ya buscan un nuevo espacio. Han abierto un buzón de ideas -central2.0@cafecentralmadrid.com- porque quieren seguir. Porque el jazz, por definición, no muere. Se transforma. Cambia de ritmo. Quizá el próximo Central no tenga la misma acústica, ni las paredes impregnadas de historia. Pero si logra conservar ese gesto -ese “pasa, escucha, quédate un rato”- entonces Madrid no habrá perdido tanto.
Y si no… bueno, aún nos queda la memoria. La de las noches en que todo lo demás podía esperar, porque en el Central había alguien tocando algo que no querías perderte.