Legado

Dos hombres y un destino que marcó a generaciones de cinéfilos

La película más icónica de Robert Redford fue la que compartió con Paul Newman (con permiso de ‘El Golpe’). Hoy que ya no queda ninguno de los dos, se muere también un cine irrepetible

Con la muerte de Robert Redford el cine despide a uno de sus últimos grandes iconos, y con él parece cerrarse definitivamente la estela de un Hollywood en el que la elegancia, la amistad y el magnetismo personal se daban la mano en la gran pantalla.

Años atrás nos había dejado Paul Newman, su inseparable compañero de aventuras en la ficción y, en muchos sentidos, también en la vida. Ambos encarnaron lo que hoy parece casi irrepetible: la figura del galán que, sin perder la virilidad ni el misterio, era capaz de transmitir ternura, inteligencia y una complicidad con el espectador que trascendía el tiempo. De aquel mítico rodaje de Dos hombres y un destino en 1969, solo queda con vida Katharine Ross, la delicada Etta Place, como último testigo directo de una época que ya pertenece a la historia.

Redford, nacido en Santa Mónica en 1936, aportaba una presencia rubia, atlética y contenida, que conjugaba a la perfección con la chispa irónica y los ojos azules imposibles de Newman. El resultado fue pura alquimia. La crítica los definió entonces como “la pareja más magnética que Hollywood había sabido unir desde Bogart y Bacall”.

El público los consagró de inmediato: Butch Cassidy and the Sundance Kid, estrenada en España a comienzos de los años setenta, supuso un soplo de aire fresco para un género, el western, que parecía condenado a repetirse. La secuencia de en bicicleta con la canción Raindrops Keep Fallin’ on My Head de Burt Bacharach de fondo, se convirtió en una postal para varias generaciones de cinéfilos españoles que descubrieron que el western podía ser también un relato de amistad, humor y melancolía.

Pocos años después, en 1973, la dupla repitió éxito con El golpe, que en España llegó con gran expectación. Aquellos trajes a rayas, los tirantes y los sombreros de ala ancha marcaron tendencia y fueron imitados hasta la saciedad en las revistas de moda masculinas de la época.


No era casual: ambos actores tenían una relación muy especial con el estilo. Redford cultivaba un aire de caballero reservado, amante de la ropa deportiva bien cortada y de la naturalidad elegante. Newman, más desenfadado, confesaba con ironía: “Nunca me sentí guapo, pero aprendí a ponerme una chaqueta y a dejar que la gente pensara lo que quisiera”. Su modestia contrastaba con el hecho de que, durante los años sesenta y setenta, fue uno de los hombres más deseados del planeta.

El legado de ambos va mucho más allá de sus papeles más célebres. Redford fundó en 1981 el Festival de Sundance, semillero de cine independiente en Estados Unidos, convencido de que “el cine debía dar voz a los que no la tenían”. Newman, por su parte, volcó su éxito en causas solidarias con su marca Newman’s Own, cuya totalidad de beneficios se destinaban a proyectos benéficos. “Lo que elijo hacer con mi vida, además de actuar, es devolver algo de lo que recibí”, decía Newman. Esa combinación de talento, compromiso y generosidad explica por qué la fascinación por ellos nunca se limitó a la pantalla.

Lo interesante es que, a pesar de su química, eran muy distintos. Newman era irónico, bromista, aficionado a las carreras de coches y dueño de un humor contagioso. Redford era más introspectivo, reflexivo, con un pie puesto en el activismo medioambiental. “Paul era mi contrapunto perfecto”, reconoció Redford en una entrevista años después de la muerte de su amigo. “Yo era más serio, él me sacaba una sonrisa en los momentos tensos. Lo que se vio en las películas era exactamente lo que ocurría entre nosotros”.

España fue testigo de su fulgurante éxito en una época en la que el cine norteamericano llegaba con retraso y, en cierto modo, como promesa de modernidad. Dos hombres y un destino se estrenó aquí en 1970, y El golpe lo hizo en 1974, ambas con colas en los cines de Madrid y Barcelona. Críticos de la época hablaban de “dos modelos de masculinidad que combinaban la tradición del galán clásico con un aire contemporáneo, cercano al espectador joven”.

Hoy, al despedir a Robert Redford, queda la certeza de que con él y con Newman se va la última generación de grandes mitos masculinos del Hollywood clásico y moderno a la vez. Eran hombres con carisma y contradicciones, dueños de una belleza serena que nunca se imponía, sino que se ofrecía con elegancia. Su estilo ha influido en la moda masculina durante décadas, de la sastrería impecable de El golpe al western refinado de Butch Cassidy.

“Todo lo que pedimos al cine es que nos emocione, y eso era lo que hacíamos”, dijo Newman en una ocasión refiriéndose a su trabajo junto a Redford. Ahora, se apaga una forma de entender el séptimo arte, la que quedó sellada en Dos hombres y un destino, cuando el western dejó de ser pólvora y caballos para convertirse en amistad, melancolía y estilo. Aquella película inauguró una época en la que los galanes eran hombres con cicatrices y sonrisas, en la que el traje bien puesto o el pañuelo al cuello podían ser tan heroicos como una pistola. Hoy que ya no queda ninguno de los dos, se muere también un cine irrepetible, ese que nos hizo creer que la camaradería podía ser el argumento más poderoso y que una época dorada de Hollywood, la de los grandes mitos masculinos, se cerraba con ellos para siempre.

 

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