Quizá lo has pensado alguna vez: “Si viviera en otra ciudad, me iría mejor en el amor”. En Madrid parece que todo el mundo tiene mil opciones; en Barcelona, la vida social es más abierta; en Sevilla, más tradicional; en Bilbao, demasiado cerrada. Pero en todas, los solteros coinciden en lo mismo: “Aquí no hay manera”. La peor ciudad para ligar, al final, suele ser la tuya. No porque sea hostil, sino porque la rutina y la proximidad tienden a distorsionar la percepción. Lo que en otro sitio parece oportunidad, en el propio se vuelve monotonía.
España es hoy un país más solo que nunca. Más de catorce millones de personas viven sin pareja estable, un 36 % de la población adulta, y 5,4 millones lo hacen completamente solas, según el Instituto Nacional de Estadística. En 1970 apenas representaban el 2 %. En medio siglo, el país que se pensaba de familias extensas y vínculos duraderos se ha convertido en uno de los más solitarios de Europa. Las mujeres se casan por primera vez a los 36,7 años, los hombres a los 38, y la pareja ha pasado de ser una fase inevitable de la vida adulta a una opción que muchos posponen indefinidamente.
La precariedad explica parte del fenómeno. El alquiler medio en España alcanzó en septiembre de 2025 los 14,5 euros por metro cuadrado, un 10,9 % más que el año anterior. Vivir solo se ha vuelto un lujo, y compartir piso, casi la norma. En las grandes capitales, el coste de la vivienda y el ritmo laboral reducen el tiempo libre y la intimidad. “¿Dónde quedamos?” se ha convertido en una pregunta logística más que romántica. Cuando apenas puedes permitirte cenar fuera o vives en nueve metros cuadrados, el amor se convierte en un acto de resistencia.

La fatiga del dating
Las apps de citas nacieron para simplificarlo. Y en parte lo lograron. Más de cuatro millones de españoles las usan cada mes, y Tinder concentra el 65 % del tráfico. La promesa es infinita: perfiles, filtros, algoritmos, compatibilidades. Pero la abundancia trae otro problema: la fatiga. En Canarias, por ejemplo, los usuarios pasan cinco horas y media al mes deslizando pantallas, pero solo uno de cada cuatro encuentra una relación estable. En todo el país crece la sensación de agotamiento. La búsqueda de pareja se ha vuelto un trabajo de atención constante y recompensas escasas.
Los psicólogos lo llaman “fatiga del dating“, ese desgaste que surge de comparar, de ser comparado, de acumular conversaciones que no llegan a nada. Y lo más curioso es que la frustración no varía demasiado entre ciudades. El algoritmo no entiende de geografía: te sigue allí donde vayas.
El 77 % de los españoles considera esenciales las relaciones afectivas para una vida plena, aunque la mayoría se declara insatisfecha
A la vez, los estudios sobre soledad no deseada muestran que la desconexión emocional no depende del tamaño de la ciudad. El Barómetro SoledadES, impulsado por la Fundación ONCE, revela un aumento constante de la soledad entre jóvenes urbanos: rodeados de gente, pero sin vínculos sólidos. El CIS, en su encuesta de 2025, señala que el 77 % de los españoles considera esenciales las relaciones afectivas para una vida plena, aunque la mayoría se declara insatisfecha. No por falta de oportunidades, sino por la sensación de que las conexiones son cada vez más efímeras.
Si se analizan las diferencias locales, la geografía sentimental de España muestra matices, pero no milagros. En Madrid abundan los encuentros, pero también la rotación: muchas primeras citas, pocas segundas. En Barcelona, el cosmopolitismo y el turismo crean un ambiente abierto, aunque transitorio; muchos vínculos se diluyen al ritmo de los vuelos low cost. En Valencia, la vida más pausada convive con círculos cerrados. En Sevilla, la etiqueta de “tradicional” sigue pesando, aunque la vida social es más intensa de lo que dicta el cliché. En Bilbao, el carácter reservado se compensa con relaciones más estables una vez superada la primera barrera. Al final, todas las ciudades compensan un defecto con una virtud: donde hay velocidad, hay desgaste; donde hay cercanía, hay repetición.

El problema no está en el mapa, sino en el espejo. Los sociólogos lo llaman “efecto escaparate”: idealizamos lo que no vivimos. En la ciudad ajena, todo parece más fácil porque solo vemos la superficie. Si en un viaje nos sentimos más carismáticos, lo atribuimos al lugar y no a la actitud que adoptamos al estar lejos. Cambiar de código postal nos hace creer que algo cambia dentro, pero lo que cambia es nuestra disposición a mirar.
Los datos demuestran que los patrones de soledad, las edades al emparejamiento y la insatisfacción sentimental son casi idénticos entre grandes y medianas ciudades. Ni Madrid ni Zaragoza ni La Coruña tienen mejores cifras: las diferencias están en la experiencia subjetiva, no en la estructura.
Lo que sí marca la diferencia es cómo se habita la ciudad. Quienes amplían su red más allá del trabajo, se apuntan a actividades con afinidad o se mueven fuera del círculo habitual multiplican las oportunidades de encuentro. Lo mismo ocurre con quienes usan las apps de forma acotada (periodos cortos, objetivos claros, menos scroll y más acción). La variable que más influye en el éxito sentimental no es el tamaño de la ciudad, sino la intencionalidad con que se la vive.
España es uno de los países con más bares del mundo, más de 180 000; y aun así, la abundancia de lugares no garantiza la conexión. Los expertos en sociología urbana lo explican con una paradoja: somos un país extremadamente social, pero cada vez más individualista. Los espacios para coincidir abundan; los para vincularse, escasean.
En el fondo, todos buscamos lo mismo: sentirnos vistos en medio del ruido. Cambiar de ciudad puede ofrecer aire fresco, nuevas rutinas, un paisaje distinto… Pero no sustituye el trabajo emocional ni la disposición a compartir. Porque el amor, al final, no está en la geografía. Está en la manera de habitarla.