Definir qué es la belleza, el amor o la libertad es como intentar ponerle puertas al campo. Bajo la mirada individual, resulta imposible llegar a un consenso pero lo que es incuestionable es que la belleza, cuando se ve, se reconoce al instante.
No hablamos solamente de pasarelas o alfombras rojas: el atractivo físico, más concretamente la belleza normativa (mujer blanca, rubia, delgada, cis) sigue marcando quién recibe más oportunidades, mejores sueldos o un trato preferente. La reciente polémica en torno a la actriz Sydney Sweeney lo ha vuelto a poner sobre la mesa: el pretty privilege existe y no es nuevo.

El concepto no es otra cosa que el privilegio de ser guapa o guapo. Tiene una base científica, es lo que se conoce como efecto halo, un sesgo cognitivo que hace que atribuyamos cualidades positivas a alguien solo por su apariencia. Fue descrito por primera vez en los años 20 por el psicólogo Edward L. Thorndike, al evaluar a un grupo de militares. Décadas después, investigadores como Dion y Berscheid confirmaron que no solo se percibe a las personas atractivas como más competentes, sino también se les atribuyen sesgos y se les considera (sin prueba de ello) como más amables, inteligentes, altruistas o carismáticas.
¿El resultado? Más posibilidades de conseguir un trabajo, un ascenso o incluso un sueldo más alto. Este sesgo no se aplica necesariamente adrede sino que el efecto halo actúa de forma automática. Lo bello, en resumen, es bueno y mejor.
El sesgo de la belleza tiene más capas de las que parece. También entran en juego la diversidad física, la discapacidad, el género o la raza. Aunque se han dado pasos hacia la inclusión, la realidad es que en muchas ecuaciones sociales ser guapo (pretty privilege) sigue sumando puntos.
En el ámbito judicial, por ejemplo, existen innumerables estudios sobre cómo la belleza influye en la percepción de culpabilidad. En rostros femeninos, la asociación con criminalidad es menor; en hombres, lo que se considera atractivo socialmente también reduce esa percepción. Buen ejemplo es el caso de Luigi Mangione, condenado por asesinar a Brian Thompson, CEO de United HealthCare, pero convertido en un “sex symbol” por su físico.
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La belleza, en este sentido, es otro tipo de lo que muchos sociólogos llaman “capital”. Más allá del social, cultural, económico, existe también el capital erótico. Industrias enteras desde la cosmética y la moda hasta los filtros de redes sociales viven de esta ecuación: alcanzar el ideal de belleza es, muchas veces, alcanzar una cuota de poder.
Pero hay una vuelta de tuerca. La excesiva belleza, siempre subjetiva y construida y especialmente en mujeres, también puede volverse en contra. Surge el cliché sexista de “guapa y tonta” o la cosificación directa, donde la persona queda reducida a su físico y se le niega cualquier otro valor o atributo positivo.
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Algunas empresas y países han intentado reducir este sesgo con currículums anónimos o ciegos, sin fotografía, para minimizar la influencia de las primeras impresiones. Pero la discriminación estética también funciona en el otro extremo: el lookism o aspectismo, que penaliza a quienes no encajan en los cánones. Aquí entra el llamado efecto cuerno: la tendencia a juzgar negativamente a una persona basándose en un único rasgo percibido como desfavorable. En 2024 un estudio publicado en el Journal of Health Economics revelaba que las mujeres obsesas y con sobrepeso ganan un 10% menos que las mujeres delgadas
La belleza es capaz de abrir tantas puertas como de cerrarlas, moviéndose en silencio y dejando claro que, en la balanza social, el físico sigue pesando más de lo que estamos dispuestos a aceptar.