El tren se detuvo de golpe a las afueras de Hiroshima. Eran alrededor de las cinco de la mañana del 7 de agosto de 1945 y el sol salió como cualquier otro día. Sin embargo, no era un día cualquiera. Hacía menos de 24 horas que la primera bomba atómica jamás lanzada contra un lugar habitado había arrasado la ciudad. Al instante y en los días posteriores fallecieron alrededor de 140.000 personas. Hoy, la cifra actualizada con el paso de los años y los efectos de la radiación supera las 320.000.
Antes de que el tren frenara en seco, Terry Teramoto, una niña de seis años de edad, viajaba de pie junto a su madre, su hermano mediano y su hermana pequeña, quien tan solo tenía un año y medio. Junto a ellos también iba su tía con tres primos. Los maridos de ambas madres habían muerto, el padre de Terry lo hizo en la ofensiva que Japón libraba en China, una de las piezas más sangrientas del tablero en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Su tío falleció en Siberia, donde estuvo preso en un campo de trabajos forzados. Las dos viudas y los seis pequeños formaban parte de un enorme grupo de refugiados que dejaron atrás la ciudad de Karatsu, en la isla Kyushu, al sur del país. Poco antes de partir, Terry vio cómo su casa era destruida en un intento gubernamental por evitar bombardeos enemigos en su barrio, ya que estaban muy cerca de la estación de ferrocarril.
Viajaban en tren hacia Tokio junto a cientos de personas obligadas a dejar su vida atrás como medida preventiva. Aún no sabían que aquel tren les llevaría al epicentro del peor ataque nunca visto. Hiroshima era la primera parada.

“Al amanecer, el tren se paró. No sabíamos nada. Nos dieron un bowl de arroz y un poco de agua. Nos la bebimos durante la noche porque sabíamos que llegaríamos pronto. Nos dijeron que ya no quedaba vía del tren, que había caído una bomba impresionante”, rememora Terry en su casa del centro de Sídney.
“La vía del tren se había derretido”
En ese instante comenzó su travesía a pie hasta Hiroshima. Lo que vivieron al llegar está grabado en los cinco sentidos de Terry cuando se cumplen 80 años del lanzamiento por parte de Estados Unidos de la bomba atómica. El olor a cuerpos quemados, la estampa de una ciudad plana que aún desprendía humo por todos sus costados, el sabor del agua contaminada que emanaba de tuberías rotas, el sonido de los gritos y sollozos, el tacto de la mano de su madre.
“Había humo y pequeños incendios. El olor era muy desagradable. Cientos de miles de personas fueron asesinadas y se estaban quemando. Quería olvidarme de ese olor”, rememora Terry mientras justifica que no tenían otra opción que cruzar Hiroshima. “Seguimos el camino de la vía del tren, aunque no había raíles. Se habían derretido”, destaca a Artículo14.

A pesar de ser una “niña pequeña”, Terry era plenamente consciente de que no podía perder a su madre, “así que le agarraba la mano fuerte”. La otra mano era para su hermano y sobre el pesado macuto que portaba la progenitora iba la bebé de año y medio. La pequeña falleció unos meses después, víctima de la radiación.
A medida que el sol de agosto subía, la sed y el hambre hacían más mella en la expedición. “No nos quejamos, no comimos, no bebimos, sólo caminamos y caminamos”, sostiene Terry. Caminaban mientras dejaban atrás montañas de escombros y cadáveres.
“Todo había desaparecido”.
Afirma que apenas recuerda supervivientes. Frunce el ceño. Le acaba de venir a la mente la imagen y los sonidos de personas que estaban mendigando agua. “Era gente que se estaba muriendo”. Los mismos que llegaban como podían a alguno de los ramales del río Ōta para beber con desesperación.
“La gente no puede imaginar cómo era. El río tenía cauce y atravesamos el puente. Había muchos cuerpos de gente muerta flotando porque todo el mundo quería agua antes de morir. Así que iban al río”, cuenta Terry. “Yo no entendía nada, solo sabía que no podía soltar la mano de mi madre. Tenía miedo”, recalca. Era lo único que le anclaba al mundo que aquella niña conocía antes de Hiroshima. Caminaron durante dos días y durmieron en la calle sin poder comer.
No habló de ello hasta los 60 años
El silencio fue el refugio de Terry. No habló de Hiroshima con nadie, ni con sus amigos, ni con sus compañeros de clase, ni siquiera con su hermano, que vivió lo mismo o con su madre. “No hacía falta, sabíamos lo que habíamos vivido y compartido”. Cuando en la escuela proyectaron ‘Children of Hiroshima (1952)’, se negó a participar en el ejercicio de clase sobre lo que pensaban de la cinta. Entregó el papel en blanco. “No quería recordar. Era como ver una versión limpia de algo desgarrador. No quería que nadie supiera que yo estuve allí”, confiesa.
Terry reconstruyó su vida en Tokio, luego en Australia, donde trabajó durante años en la aerolínea Qantas e incluso se dedicó a escribir sobre vinos y viñedos. Sólo después de cumplir los 60 años, tras escuchar un poema en un acto conmemorativo de la Segunda Guerra Mundial e Hiroshima, empezó a hablar de su vivencia.
La radiación y el cáncer
Para entonces ya había librado su segunda gran batalla: sobrevivir a un cáncer de esófago en 1993. Luego vendrían el de vejiga, el de estómago, el de pecho -todos ellos en un periodo de 10 meses durante 2022- y el de garganta, en febrero de este año. Fueron cinco diagnósticos que ha solventado a lo largo de su vida y que los médicos vincularon directamente con la radiación. Durante décadas, no pudo recibir ayuda médica del Gobierno japonés porque vivía fuera del país. “Cuando vi que mi tarjeta de hibakusha -supervivientes de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki- estaba caducada, llamé y me dijeron que desde 2016 ya tenía derecho a acceder a asistencia como si viviera en Japón. Antes pagué todo por mi cuenta”, agrega mientras se refiere a su primer cáncer.
Aboga por que Japón sea potencia nuclear
Hoy, con 86 años de edad, dice que lleva una vida “tradicional japonesa”, a pesar de estar viviendo en un país anglosajón. Está convencida de que su secreto es la alimentación y sigue cocinando cada día en su casa de Sídney. “Mis amigas dicen que la mejor comida japonesa se come aquí”, comenta con cierto sentido de humildad. “Espero que no suene arrogante”.
Cuando hace balance sobre su vida, dibuja un paralelismo con el Japón de los años 40 hasta nuestros días. “Empezó bien, fue a peor y poco a poco las cosas fueron mejor en los sesenta, ochenta y parte de los 90, luego comenzamos a ir mal de nuevo”, reflexiona. Aunque su país no pueda tener capacidad nuclear -artículo 9 de su Constitución pacifista-, Terry está convencida de que si la tuviera “como autodefensa, nadie nos atacaría”.
Lo dice una voz que no quiere que algo así suceda jamás y que insta a que los gobernantes tomen nota de su aprendizaje vital después de haber “vivido muchas cosas que la mayoría de la gente no ha experimentado ni una sola vez”. Invita a reflexionar ya que “somos más listos que los animales pero debemos ser honestos con nosotros mismos”. Es, quizás, el ansia de humanidad que tantas cicatrices le ha dejado desde aquellas 48 horas que marcaron el resto de su vida.