Si marcharse obligados por la guerra fue duro para Rabab, su marido y sus seis hijos, más difícil está siendo regresar a Damasco, su ciudad y hogar, trece años después. Como ellos, al menos un millón de sirios -según las cifras ofrecidas en septiembre por Naciones Unidas– ha vuelto a su país desde la caída del régimen de Bachar al Asad y la llegada a la capital siria de los islamistas radicales comandados por el autoproclamado presidente Ahmed al Sharaa hace justo once meses.
A su regreso a Siria hace apenas dos meses y medio gracias a la ayuda de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) desde el campamento jordano de Azrak -que les acogió durante más de una década, como a otras 40.000 personas más-, Rabab y su familia se han encontrado con el escenario de la desolación en Tadamon, uno de los barrios de Damasco más salvajemente sacudidos por los cruentos enfrentamientos de las tropas del régimen y rebeldes entre 2012 y 2013.

“Queríamos regresar a Siria para que una de nuestras hijas, Bathoul, pueda empezar sus estudios universitarios, y la vuelta está siendo muy dura. Nuestra situación financiera es crítica, desesperada”, admite Rabab a Artículo14. Les toca empezar de cero en un país devastado, exhausto, dividido por líneas confesionales, escenario de brotes de violencia sectaria y venganza, donde todo está por hacer y el futuro está dominado por los interrogantes. Recién llegados, con un marido, Ihsan, imposibilitado por una grave incapacidad visual, e hijos que no encuentran trabajo en Damasco, la familia vive de la ayuda que desde el extranjero envían sus dos vástagos mayores o lo que le ofrecen ACNUR o la Media Luna Roja Siria. Se quejan del desamparo que sufren desde su regreso a la nueva Siria.
Damasco o el escenario de la desolación
Tadamon, al sur de Damasco, como Jobar o el viejo campamento palestino de Yarmul, también en la capital siria, se parece mucho a lo que hemos visto casi a diario durante dos años por televisión y el teléfono móvil en Gaza, como por supuesto se asemeja a Homs, Hama, Bengasi, Alepo o Mosul -por nombrar media docena de ciudades más de esta parte del mundo que han sufrido los estragos de la guerra-, con sus edificios en esqueleto y sus montañas de escombros apenas permitiendo el paso a vehículos, peatones o algún animal por caminos polvorientos. En uno de esos bloques de cemento sin ventanas y muros parcialmente derruidos -unas plantas tuvieron más suerte que otras- y restos de mortero en las fachadas viven Rabab, Ihsane y cuatro de sus seis hijos. En él reciben a Artículo 14 para esta entrevista.

Nos acompaña una empleada siria de ACNUR y un grupo de jóvenes de la Media Luna Roja Siria, quienes asisten a la familia de Rabab -y a muchas otras de esta parte de Damasco- con sus problemas y necesidades cotidianas tales como medicamentos, alimentos o utensilios de primera necesidad; también el cada vez más necesario apoyo psicosocial. Por ejemplo, entre ambas organizaciones proporcionan la medicación de Ihsan -enfermo desde hace años de diabetes e hipertensión-, que no puede costearse y sin la que ha pasado varias semanas.
Aunque la familia Al Khalil trató inicialmente de regresar a su antigua vivienda, fue físicamente imposible: los cruentos enfrentamientos entre las tropas del régimen y la oposición espoleada por la Primavera Árabe redujeron a escombros su antiguo edificio. Así que a Rabab, Ihsan y sus cuatro hijos les tocó buscar un lugar habitable hasta que se decidieron por entrar en este bloque, cercano a su antiguo hogar. Con todo, la vida se cuela por cada esquina del vecindario, donde abundan las tiendecitas de comestibles y freidurías de falafel, la popular pasta de garbanzos frita, y donde cada vez que se cuece pan en el horno del barrio se forman colas con decenas de personas pugnando por no quedarse sin sus piezas.

Cortinas y piezas de tela disimulan la ausencia de parte de las paredes y puertas. Detrás de ellas se atisba la estancia que sirve de dormitorio común, y también un frigorífico y un lavabo. Después de unas primeras semanas de otoño benignas, pronto llegará el frío para poner a prueba la resistencia de estas personas a unas condiciones climáticas que serán duras. Rabab nos cuenta que alquilar este habitáculo, porque cuesta escribir piso, vivienda, y no digamos apartamento, para referirse a estas estancias situadas en una cuarta planta, les cuesta el equivalente a unos cincuenta dólares mensuales. Pero todo huele aquí a limpio y dignidad.
El drama del regreso
Nos sentamos en unos finos cojines rectangulares que cubren el suelo del salón como único mobiliario. Rabab y su marido lo hacen en paralelo frente a nosotros sobre las escuetas piezas de tela. Responden una a una a nuestras preguntas con templanza, que solo comienza a quebrarse cuando Ihsan se indigna por el hecho de que su hija Bathoul no haya encontrado trabajo en Siria a pesar de ser una joven aplicada que habla inglés y aprovechó el tiempo en el campamento para formarse, cosa que hecha nos demuestra enseñándonos, uno a uno, más de una docena de certificados de informática, ofimática, lengua inglesa y hasta de educadora infantil. Aún confía la joven en poder matricularse en un grado de administración de empresas en la Universidad de Damasco. “Pero en la situación en que está mi familia aceptaría cualquier trabajo, incluido limpiar escaleras”, confiesa a Artículo14.

Porque no tienen nada. Recibieron una ayuda inicial de unos 600 dólares -en un único abono- ofrecida por Naciones Unidas a las familias más vulnerables que les sirvió para arrancar, pero ninguno de los seis miembros de la familia tiene hoy por hoy ingresos continuados dos meses y medio después de su regreso a Siria. El milagro de la supervivencia para esta familia lo obra la ayuda que les envían sus dos hijos mayores, uno de su propia beca de estudios o algún trabajo a tiempo parcial en Alemania, y el otro de su salario como obrero de la construcción de carreteras en Jordania, además de la ayuda puntual que llega de las citadas organizaciones internacionales. Una situación muy distinta a la que vivían en el campamento de Azrak, donde Naciones Unidas les cubría todas las necesidades fundamentales, incluida una suerte de casa portátil.
Sorprende la asunción templada del futuro que sobrellevan sin sucumbir a la desesperación o a la búsqueda de la compasión. Pero Rabab se quiebra al evocar cómo su hija menor, de 16 años, afea a sus progenitores haber abandonado el campamento de la ONU en Jordania para regresar a Damasco en unas condiciones tan complicadas. Relata con dolor cómo su hijo menor, de diez años, no está yendo al colegio porque le falta un uniforme que no se pueden costear. Ihsan, mirada perdida, enfurece al constatar que Bathoul no haya recibido alguna ayuda al estudio ni se le haya brindado aún la oportunidad de trabajar, y denuncia el mal uso de los recursos de las agencias internacionales. El mayor de sus hijos varones aquí en Siria padece una escoliosis severa que le impide hacer grandes esfuerzos en el trabajo, lo que le complica aún más las cosas. “Estamos muy tristes por lo que les pasa a nuestros hijos, pero no hemos perdido del todo la esperanza”, admite Rabab.

El incierto futuro de Siria
Apenas unas semanas en Siria han bastado a esta familia numerosa para comprobar la incertidumbre que rodea al futuro de su país y la colosal tarea que tiene ante sí el nuevo poder en Damasco, una amalgama de antiguas organizaciones yihadistas que hoy prometen moderación y sentido de Estado, para la reconstrucción de un país devastado y aislado después de catorce años de guerra. “Se nos dice que el gobierno irá reconstruyendo los edificios, pero nadie sabe”, nos admite Rabab mientras se ponen de acuerdo de si el rumor llegó de algún representante del ayuntamiento o de la gobernación. Lo cierto es que el mando interino en Damasco promete mejorar la vida de la gente y acometer la recuperación del país -que comienza por romper su aislamiento internacional-, pero, transcurrido casi un año desde la caída de la dictadura de Asad, la situación ha variado poco para las familias sirias.

Las tragedias acumuladas de Oriente Medio, empezando por la de los dos millones de habitantes de Gaza, arrumba en el olvido paulatino a un país que copó titulares durante años por la crudeza de su guerra y el sufrimiento de su población. “Los sirios estamos cansados física y psicológicamente”, resume la mujer. “Sólo pedimos a Europa, al mundo que no se olvide de nosotros, que no se olvide de Siria”, resume Rabab al periodista antes de comenzar la despedida, en la que, pese a todo, no faltan las sonrisas y la cordialidad.


