El domingo se celebró el Día de la Madre y yo me acordé otra vez de ellas. Me acordé de Adama y de su madre. Nos conocimos hace más de veinte años en Senegal. Entonces Adama era una niña de siete años que iba cada tarde a la orilla del río Salum con su madre. Yo estaba de viaje en Senegal junto a unos amigos y habíamos ido a conocer el delta de ese río, el delta de Sine-Salum.
Nos alojábamos en unas cabañas de madera que estaban construidas a tan sólo unos metros de la orilla del río, la misma orilla donde Adama iba con su madre cada tarde. Ellas venían de un poblado que estaba a media hora caminando. La madre de Adama traía un cesto lleno de collares y pulseras para vender a los que se alojaban en las cabañas, algunos, extranjeros, otros, turistas locales.
Adama era una niña risueña y divertida que no paraba de sonreír, y cantaba y bailaba, ajena a la pobreza y las circunstancias que existían en ese rincón del mundo donde ella vivía. En las tardes que pasé en el delta, mientras su madre nos contaba en francés cómo era su vida, Adama intentaba enseñarme a cantar y a bailar canciones de su país, en wólof, la lengua de su etnia, una lengua que yo era incapaz de pronunciar, algo que a ella le divertía muchísimo. Su madre nos contó que era su séptima hija y que su única fuente de ingresos para mantenerla era vender lo que vendía en la orilla del río. Yo le dije que tenía una niña maravillosa.
Aún recuerdo una de las tardes que Adama entró detrás de mí en la cabaña en la que yo dormía. Quería ver lo que había dentro, que era casi nada. Apenas una cama con una mosquitera y un cuarto de baño con una especie de ducha que tomaba el agua de un barreño que había en el techo. Ella era tan sólo una niña curiosa, como cualquier otro niño de su edad. En una de las fotos que nos hicimos posa sonriendo de oreja a oreja con mis gafas de sol, las gafas de sol que me pedía para ponerse mientras jugábamos.
20 años después
Este domingo pasado fue el Día de la Madre y yo recordé a la mía, y de nuevo volví a recordar a Adama y a su madre. Han pasado veinte años, pero aún las recuerdo, porque la última tarde que estuvimos juntas la madre de Adama me dijo que, aunque apenas me conocía, yo le parecía una buena persona y que, si yo quería llevarme a su hija conmigo a España, a ella no le importaría, pensaba que yo podía darle un futuro mejor que ella.
Han pasado los años y me gusta imaginar a Adama convertida en una joven maravillosa a la que la vida le ha querido brindar más oportunidades de las que en principio parecían estar reservadas para ella, y me gusta imaginar a su madre, aquella mujer buena y preocupada, orgullosa de su hija pequeña y feliz junto a ella en una vida que espero haya sido benevolente con ambas.
A veces no somos conscientes de las oportunidades que la vida nos regala y que no regala a todos por igual. Y es que no es lo mismo ser madre aquí que en Senegal o en tantos otros lugares del mundo. A veces el lugar de nacimiento es el primer regalo que nos hace la vida.
El domingo fue un día de celebración para muchas personas, para muchas mujeres, para muchas madres, pero aún quedan muchas madres que no pueden celebrar.
En este mundo lleno de conflictos el domingo me acordé de mi madre, y de Adama y de su madre, y me acordé también de todas esas madres en tantos otros lugares del mundo que solo quieren una oportunidad para sus hijos, una oportunidad en la que sus hijos puedan vivir una vida mejor o, simplemente, puedan vivir una vida.