Mamá, mamma, mami, mamiña, ama, mamaleta o simplemente ma. Todas nos conducen a una misma palabra: madre. Tan poderosa en nuestra cultura que nos gustaría no tocarla, por si al hacerlo estalla en mil esquirlas. Nos encanta imaginar a esa madre removiendo las aguas para pescar peces para su hijo, conteniéndose en la graduación universitaria para no romper la solemnidad con una sonora exclamación o con la ceja levantada poniéndonos firmes, incluso pasados los cuarenta.
Pasar la maternidad española por el ecógrafo exige mirarnos por dentro y correr el riesgo de descubrir lo peor de su idiosincrasia. Su gran paradoja es que oscila entre lo heredado y la realidad conquistada en una sociedad que avanza más rápido que el esqueleto que debería sostenerla. “Como herencia, podemos citar su propia veneración y la simbología que encierra en cuenta al amor incondicional, sacrificio o identidad”, reconoce Andrés Calvo Kalch, psicólogo de la clínica Persum, en Oviedo.
Como hijo de madre austríaca, pero instalado en nuestro país, este profesional encuentra una singularidad muy marcada en nuestra maternidad que deriva de la cultura, el clima, la historia y nuestros valores religiosos: “La madre española es más emocional, expresiva, protectora, menos contenida y con un apego familiar mucho más fuerte. Como consecuencia de ese carácter, hay mayor dependencia emocional, incluso en la vida adulta, y una sobreprotección que, en ocasiones, puede frenar la autonomía personal”.
Cualquiera de los datos que arrojan estos peculiares rayos X por los que hemos pasado la maternidad en España nos lleva a concluir que sigue siendo el corazón de la familia, el latido del país. La ejerce con tacones o en zapatillas, con traje de ejecutiva o pijama de tergal -sí, no hace mucho algún colegio llamó la atención sobre esta costumbre mañanera que se había normalizado con demasiada cachaza-. Siguiendo con ese carácter propio que destaca Calvo Kalch, la mujer española vive su maternidad con ternura, desvelo y alegría, pero también va echando a su espalda nuevas exigencias, creándole un sentimiento de culpa que empieza a cronificarse.
Nuestra realidad social no se alinea con las ganas maternales de la mujer española. Algunos apuntes claman al cielo. Ser madre, por ejemplo, implica renuncia profesional en un amplísimo porcentaje, ya sea en salario o en oportunidades. Ocurre porque aún tenemos pendiente una conciliación real y estructuras que faciliten la compatibilidad entre trabajo y crianza. Por otra parte, la mujer sigue asumiendo la carga principal en el hogar. Están las abuelas, claro, pero a los 70 ellas también reclaman su derecho a disfrutar.
Podemos hacernos una idea de cuánto pierde un país descuidando la maternidad, recordando el nivel de formación femenina. El 45% de las mujeres de 25 a 64 años tienen formación universitaria, frente al 37% de los hombres. El porcentaje se acerca al 60% en la población en edad fértil, con una tendencia al alza. Con este panorama familiar, solo el 9% de la dirección general de las empresas está ocupada por mujeres. En el resto de los puestos directivos, apenas supera el 40%.
El nivel de autoexigencia maternal alcanza cuotas nunca vistas: cuidarse, ser independiente, crecer profesionalmente, empoderarse, cuidar a su prole y ejercer una crianza respetuosa y con estándares cada vez más elevados. Las consecuencias las vemos a diario en cualquier encuesta o red social: culpa, soledad, incomprensión, agotamiento y frecuentísimos episodios de ansiedad.
En pleno 2025, el reparto de tareas domésticas y de cuidado de hijos en España sigue mostrando una notable desigualdad de género. Las mujeres dedican más tiempo a las labores del hogar: casi tres horas a las tareas domésticas (poco más de dos, los hombres). 6,9 horas van a parar al cuidado de sus hijos (3,8, los hombres). A pesar de la evidencia, solo el 23,5% de los hombres reconoce esta desigualdad como un problema serio. Ante esta realidad social, cada vez más mujeres optan por la maternidad en solitario, aunque los nuevos modelos destapan todavía más las carencias del sistema.
Al crear el retrato robot, aparece un retraso en la llegada del primer hijo que deriva a menudo en la llamada infertilidad social. La sufren mujeres que ven pasar su edad fértil por la falta de recursos económicos, la dificultad de encontrar una pareja estable en una época en la que imperan las relaciones líquidas o el temor a poner freno a su vida profesional. Ahí se explica que tengamos una de las tasas de natalidad más bajas. Un 77,3% desveló en una encuesta del CIS que el número de embarazos viene impuesto, más que por una decisión personal, por la economía familiar, la falta de conciliación y la incertidumbre del futuro.
Afortunadamente, las técnicas de reproducción asistida y el acceso a tratamientos cada vez más eficaces contrarrestan el fenómeno de la infertilidad social, posibilitando el nacimiento de bebés en edades avanzadas sin riesgo para la madre.
Hablar, por tanto, de maternidad en España obliga a subrayar las grietas de nuestra sociedad, pero sin aparcar el asombro de dar a luz, especialmente en casos de fertilidad complicada. Y tal es el milagro que, pese a cualquier dificultad, los niños españoles disfrutan de un alto nivel de bienestar, sobre todo en comparación con los del Reino Unido y otros países de la UE, según datos de Unicef. Y con bienestar se refiere a una familia feliz, estabilidad, amigos y disfrute de una gran variedad de actividades. ¿Será por ello que cuando somos adultos seguimos teniendo anhelo de ese amor envolvente y sobreprotector casi exclusivo de la madre española?