Hace algunos años asistí a una charla sobre la Renta Básica Universal. El ponente era un tecnoentusiasta, y la mayoría de los asistentes eran neoliberales. La postura del ponente era sencilla: no va a haber trabajo para todos. Y para evitar males mayores, los gobiernos tendrían que conceder unas rentas suficientes para vivir. No habría más subvenciones que esas. No habría ayudas para nada más (vivienda, discapacidad, familias numerosas), pero a ninguno de esos ciudadanos de segunda les faltaría lo básico. Tanto tiempo libre iría destinado a sus hobbies (los funkos, el running, vegetar frente a la pantalla…). Los trabajadores serían los aptos para los trabajos técnicos (es decir, solo gente de ciencias y con acceso a universidades, másteres, posgrados y residencias en el extranjero varias), sus jefes, y luego los parias (temporeros, limpiadoras, personal de limpieza del alcantarillado) que, por algún motivo, tuvieran la necesidad de recibir ingresos extra.
Para mi sorpresa los asistentes no estaban en contra de esto por una cuestión de dignidad humana, sino por no emplear sus impuestos en mantener a una pléyade de parásitos. Ni una mención al bienestar de los damnificados, ni una palabra sobre el derecho a un proyecto de vida. Nada.
El ponente (representante de una línea de pensamiento muy extendida) lo veía como una salida a los problemas que vienen. Hace ya tiempo de esa charla (pre-Covid), y ahora esa destrucción de trabajos tiene un nombre: Inteligencia Artificial.
La Inteligencia Artificial, si bien nos va a dar muchos avances (en medicina, prevención de riesgos, y ahorro de tareas tediosas del día a día), también está creando desde ya una oleada de parados. Los primeros han sido los ilustradores. También lo técnicos de efectos especiales (me habla un amigo de un contacto suyo en Londres que hace un año estaba haciendo los efectos especiales de una película de Hollywood que todos conocemos, y que hoy es carnicero allá en Inglaterra). Estos gremios son los primeros, pero caerán muchos otros.
Los periodistas y guionistas estamos al caer; ya hace dos semanas que una revista de cine muy conocida dio dos obituarios en redes sociales que estaban escritos con ChatGPT. El primero fue el de Verónica Echegui, adjudicándole películas que no solo no había hecho, sino que eran anteriores a su nacimiento. El segundo fue el de Eusebio Poncela, y de entre su filmografía destacaba Águila Roja y Matices, sin duda de los papeles menos relevantes en su carrera. A los dos finados les dedicaron esos post llenos de emojis y de lugares comunes. Me consta que el community manager no fue despedido. Seguirá metiendo prompts al tuntún en ChatGPT.
El segundo quebradero de cabeza de la IA es quién la alienta. Nosotros la hemos alimentado subiendo material a Internet pero, ¿quién es el dueño? Las más conocidas son Chat GPT, Midjourney (para ilustración), Grok, y Gemini. ¿Qué sucede con los países en vías de desarrollo o con quienes no hablan inglés? ¿Qué queda para quienes no tienen un buen acceso a Internet? ¿Cómo van a competir los pequeños negocios contra las grandes empresas? Cuando Internet desembarcó en nuestras vidas, había una promesa: eliminar al intermediario. Décadas después, el distribuidor lo es todo (Amazon, Google, YouTube, Aliexpress, Shein…) y el creador o productor no es nada. Sobre el tercer factor (el medioambiental) hablaremos otro día.
En el célebre capítulo de la segunda temporada The Twilight Zone, unos extraterrestres llegan a la Tierra con una misión: servir al hombre. Pero la protagonista, tras investigar, descubre que hay un error en la traducción del libro que les es entregado a los terrícolas. No es “servir al hombre”, sino “servir hombre”. “¡Es un libro de cocina!”, grita mientras sus congéneres entran en la nave. La sensación que tengo cuando veo esas imágenes cada vez más difíciles de discernir de la realidad es la misma. No, no era una solución. Era un libro de cocina.