Me veo de niño, de chaval, en el pasillo de casa de mi abuela, donde vivíamos, cambiando los plomos del fusible de la luz. Se iba con cierta frecuencia en aquel Madrid franquista, apagado y gris de los años sesenta y primeros setenta. Al principio me costaba hacerlo, pero con el paso del tiempo, los iba reponiendo con bastante agilidad, una facilidad automatizada. “Han vuelto a saltar los plomos”, se lamentaba mi abuela cuando se iba la luz tras alguna subida de tensión. Como ella era bastante cegata, yo me tenía que encargar de pelar los hilos de cobre de un cable viejo y cambiarlos en el cajetín del fusible, que estaba debajo del contador, en el pasillo de casa. La maniobra se complicaba cuando ocurría al caer la noche, pues había que ayudarse de la luz temblorosa de alguna vela.
Pero en mis ya demasiados años de vida en este Madrid, jamás recuerdo un apagón monumental como el que experimentamos los millones de habitantes de la península ibérica. Una vez más, Saramago cortó los vínculos orográficos que unen los Pirineos con el resto del continente europeo y dejó a la deriva esta “balsa de piedra” en medio de la más absoluta oscuridad.
Nadie, ninguna autoridad, se ha hecho responsable de un hecho tan grave. Pese a que nos encontramos ante un sector completamente regulado. Por supuesto, el Gobierno de progreso del presidente Sánchez se afana en la búsqueda de culpables ajenos. No conoce las causas, pero ya descarta el exceso de renovables en el sistema y la falta de nuclear. Red Eléctrica, por su parte, se felicita por su capacidad para dejar a todo un país tan solo doce horas sumido en la desconexión eléctrica. Una hazaña.
Mi inocencia política me conduce a pensar que un rasgo inherente a un Gobierno que gobierna es hacerse cargo del funcionamiento de los servicios básicos del país, sean de gestión pública o privada. Y también, esta misma inocencia me indica que un Gobierno que gobierna debería disponer de una política energética que garantice su provisión a negocios y particulares.
Pero no es así. La energía lleva décadas dominada por la ideología y algo huérfana de tecnología. Por supuesto, no hablemos de la ecología, ese mantra en manos de ideologías radicales y buenistas que desprecian los hechos y la realidad.
No soy experto en energía, ni en ecología, ni en casi nada. Pero cuando recorro España y veo esos campos de Castilla, de Andalucía, de Extremadura invadidos por sucesivos bloques de placas fotovoltaicas, me pregunto si es muy ecológico para el paisaje. O cuando veo las sierras, los cerros y los montes de este viejo país con esos molinos gigantescos, que acobardarían al Quijote, girando sus amenazadoras aspas, me pregunto si es muy ecológico y muy biodiverso para la flora y la fauna ibérica.
También me pregunto si la energía nuclear que nadie duda de que es limpia, barata, eficiente y estable no merece la pena que se mantenga y se promueva. Está demonizada por los ideólogos del pensamiento único, pese a las muchas ventajas que la adornan
Ya sabemos de antemano que la respuesta es no. Y es no, porque los talibanes de la transición energética así lo han decidido. El presidente del Gobierno ha lanzado su enésima campaña contra las empresas energéticas y los ultrarricos. Aunque él sabe sobradamente que las grandes energéticas de este país están tanto en las renovables como en las nucleares. Y, en este asunto, como en tantos otros, los ciudadanos necesitamos más técnica que política, más tecnología que ideología.
España cuenta con cinco centrales y siete reactores, que aportan un 20% del mix eléctrico nacional, al tiempo que la renovable se aproxima al 60%, pero con la intención de llegar al 80% en 2030. El Gobierno español acordó en 2019 cerrar todas las centrales nucleares entre 2027 y 2035. El apagón monumental del 28 de abril ha reabierto el debate. El presidente Sánchez acusó al líder opositor Feijóo de actuar de lobista de las nucleares, al reclamar una reconsideración de este calendario. No deja de resultar paradójico, pues las renovables cuentan con lobistas y decision-makers en el Gobierno, empezando por él mismo y siguiendo por esa gurú llamada Teresa Rivera. El Gobierno defiende que la transición hacia las renovables se haga a toda pastilla, para situar a España en el pódium mundial. Por algo tenemos sol y viento y somos más progresistas que nadie. No sé si por esa razón también sufrimos apagones como en ningún otro en el mundo desarrollado.
La conocida división de criterios sobre la energía nuclear parece que se está decantando nítidamente hacia su potenciación. Estados Unidos cuenta con 94 reactores, que representan el 20 % de su generación eléctrica. Francia dispone de 57 reactores, que aportan el 70% de su electricidad. Polonia, Suecia, Hungría, Italia, Rumanía y Bulgaria tienen planes de expansión, mientras el Reino Unido quiere duplicar su capacidad de producción nuclear. Alemania y Bélgica, que cerraron o se plantean cerrar sus reactores, han reabierto el debate tras las incertidumbres generadas por la actual situación. Ya sabemos lo que pasó con Merkel y el gas ruso. La Comisión Europea ha incluido a la energía nuclear dentro de su taxonomía verde, lo que implica reconocerla como una fuente sostenible. No hablemos de China y de Rusia, que construyen nuevas centrales como si no hubiera un mañana. Hoy en día hay 440 reactores funcionando en 32 países, que aportan el 10 por ciento de la producción global, estando programada la construcción de más de 150 nuevos.
Nadie puede discutir que la energía nuclear es eficiente, genera grandes cantidades de electricidad, no emite gases de efecto invernadero, disfruta de una producción continua, garantiza el suministro y las centrales tiene una dilatada vida útil. En el lado contrario, presenta elevados costos de construcción, carecen de un fácil almacenamiento de los residuos y sufren una mala prensa. Sus escasos accidentes, en la memoria de todos están Chernóbil y Fukushima, son catastróficos.
El mundo necesita energía segura, continuada, estable y barata. Por supuesto, también energía sostenible y con bajas emisiones de gases invernadero. Una sociedad moderna, con unos contribuyentes que dedican buena parte de sus ingresos a sostener el aparato del Estado, no puede aceptar episodios como los del 28 de abril. Sobran apagones, sobra ideología y falta tecnología. Pues, en caso contrario, ¿quién se va a ocupar de cambiar los plomos la próxima vez?