Hablar de Me Too en las Fuerzas Armadas españolas significa romper la cultura del silencio que ha imperado durante décadas. Al hacerlo, empiezan a emerger las carencias que persisten en la institución, a pesar de que su punto de partida frente a la agresión sexual es una política de tolerancia cero a través de las Unidades de Protección frente al Acoso (UPA).
La propia Sanidad militar reconoce que las secuelas psicológicas del acoso sexual pueden ser tan devastadoras como las de una acción de combate, con posibilidad de desencadenar estrés postraumático y otras secuelas. Sin embargo, esta buena voluntad topa con varios obstáculos y muchos sesgos que nos ayudan a destapar los abogados Javier Puyol, magistrado en excedencia del Tribunal Constitucional, y Carlos Aránguez, director del despacho Aránguez.
“Que esto salga a la luz significa poner fin a la cultura de silencio, impunidad y subordinación en el ámbito castrense. El hecho de que haya denuncias es un paso positivo en un Estado de Derecho que debe garantizar los derechos humanos y la igualdad de género. No significa que antes no se diese este tipo de delitos, sino que se silenciaba por la fuerte jerarquización de la autoridad y la propia estructura de disciplina”, indica Aránguez.
Sin embargo, que las denuncias se tramiten a través de canales internos limita la independencia del proceso y la protección real y adecuada de las víctimas. “La gestión interna de los casos de acoso y agresión sexual en las Fuerzas Armadas, sin intervención de tribunales médicos especializados, condiciona negativamente la protección de las víctimas, la objetividad de los procedimientos y la eficacia de la respuesta institucional. Esto perpetúa la impunidad, aleja el ánimo de denuncia y puede agravar el daño sufrido por las víctimas”, señala Puyol.
Las consecuencias más visibles las arrojan las propias estadísticas. Entre 2022 y 2023, de 84 denuncias de acoso sexual en las Fuerzas Armadas, no hubo ninguna condena. En los últimos ocho años, solo 43 condenas de 265 denuncias. Al tramitarse de manera interna, las denuncias a menudo se quedan en los cajones de superiores directos, que creen salvaguardar así la imagen y reputación de la institución militar, sin que la víctima puede acceder a una actuación posterior.
“Un superior denunciado -observa Puyol- puede decidir la marcha del proceso porque tiene acceso al expediente, conoce al profesional que lo investigará o puede ejercer presión sobre la víctima. Todo ello empaña la confianza en la imparcialidad del sistema y disuade a otras víctimas, especialmente si hay antecedentes de agresiones que fueron archivadas o castigadas de forma mínima”.
Por otra parte, según coinciden ambos juristas, cuando la víctima de acoso o agresión sexual solicita una baja o un reconocimiento de las secuelas psicológicas, el caso es evaluado por juntas médico-periciales militares que en raras ocasiones cuentan con especialistas en salud mental o violencia sexual. “A falta de tribunales especializados -aclara Puyol-, a menudo los expedientes son firmados por médicos de otras especialidades, como alergólogos u otorrinos, sin formación específica para valorar el daño psicológico. De un examen inadecuado no se puede esperar un diagnóstico correcto, menos aún el acceso de la víctima a una baja, a una indemnización o a un reconocimiento de enfermedad profesional”.
No se trata, en su opinión, solo de lesiones físicas evidentes, sino de interpretar correctamente un estrés postraumático, una ansiedad disociativa, el bloqueo de memoria, el sentimiento de culpa o cualquiera de los síntomas frecuentes en víctimas de agresión sexual. “Sin esta formación y sin perspectiva de género o comprensión de las dinámicas de poder, es muy probable que las valoraciones médicas sean incompletas y erróneas”.
Se puede dar también el caso de que se intente acreditar su incapacidad para continuar en el Ejército con el riesgo de expulsión sin antes resolver o reparar el daño sufrido. Aunque las mujeres militares pueden proceder por la vía civil, esta opción no siempre es viable. “Así las cosas, la percepción de indefensión y la posibilidad de sufrir represalias desmotivan la denuncia, de manera que la víctima queda sin resarcimiento, uno de los pilares de nuestra sociedad”, concluye Aránguez.
Si el Me Too en ciernes sigue adelante, será importante que, en lugar de perdernos en detalles morbosos, salgan a la luz cuántas víctimas han sido deslegitimadas en sus testimonios, cuántas han sido patologizadas al denunciar, cuántas han tenido que enfrentarse a un entorno hostil y sesgado en el que ciertas conductas de violencia sexual se trivializan o se interpretan como parte de la camaradería castrense, cuántas han abandonado y cuántas se han callado.