Sanidad

La lucha de las enfermeras: “Seguimos en segundo plano”

Las enfermas se enfrentan a una serie de problemas en España como la precariedad y la conciliación por el empeoramiento de condiciones de su sector; ahora exigen mejoras

En un pequeño hospital comarcal de Cáceres, Araceli Clavero González empieza su turno antes de que amanezca. A las siete de la mañana, los pasillos del Ciudad de Coria aún huelen a desinfectante y a café recién hecho. Lleva más de veinte años recorriéndolos con la misma mezcla de rutina y vocación. “Desde que empecé, todo sigue igual. No ha habido mejoras. El sistema se ha estancado”, dice con una calma que apenas disimula el cansancio.

A 800 kilómetros de allí, en Lérida, Verónica González Rivera atiende a los pacientes del Hospital Arnau de Vilanova. 17 años en la misma planta, ahora con plaza fija y un pie en el sindicalismo. “Lo que queremos es que la ministra nos escuche, que no cierre la puerta al diálogo”, reclama. Se refiere a la decisión de Mónica García de dar por terminada la negociación del Estatuto Marco, la norma que regula las condiciones laborales de miles de enfermeras en toda España. “Nos sentimos olvidadas. Otra vez”, reconoce.

Araceli recuerda en conversación con Artículo14 sus primeros días como auxiliar, cuando aún estudiaba para convertirse en enfermera. “Trabajo desde los 18 años, y llevo ya dos décadas como enfermera titulada”, relata. En todo este tiempo, lo que ha visto no son avances, sino brechas. Brechas entre compañeras que estudiaron juntas y hoy perciben sueldos muy distintos; entre comunidades que valoran de forma desigual un mismo trabajo; entre hombres y mujeres en una profesión históricamente feminizada.

“En Extremadura hay dos mundos: las enfermeras del Servicio Extremeño de Salud y las del SEPAD, que trabajan en residencias o centros de discapacidad. Mismo título, distinta nómina”, denuncia. Los complementos por noches, festivos o turnos desaparecen en unos centros y se mantienen en otros. “En un hospital, una enfermera puede llegar a 2.800 euros con trienios; en un centro del SEPAD, apenas 1.600. Y todo depende de dónde trabajes, no de lo que hagas.”

La desigualdad, además, no se detiene en los límites de su comunidad. “Lo que gana una enfermera en el País Vasco no se parece en nada a lo que cobramos aquí. Por eso la gente se va. Fisios, terapeutas, enfermeros… todos buscan fuera lo que aquí nunca se les da”, explica.

En Lérida, Verónica lo resume en una sola palabra: abandono. “Seguimos sujetas a un estatuto obsoleto. Pedimos una jubilación anticipada justa, el cumplimiento real de las 65 horas semanales y que se reconozca que ya no somos diplomadas, sino graduadas universitarias. Queremos estar en el grupo A1, como corresponde al resto de titulaciones de cuatro años.”

Guardias sin descanso

Las jornadas de Araceli se encadenan entre turnos interminables. A veces le toca guardia localizada: 24 horas pendiente del teléfono, con la obligación de llegar al hospital en menos de media hora. “Aquí no tenemos UCI ni determinadas especialidades. Si hay un paciente grave, tenemos que trasladarlo a Cáceres, Badajoz o Madrid”, explica. Por ese servicio esencial cobra apenas entre 11 y 12 euros la hora.

La precariedad, con los años, se convierte también en un desgaste físico. “Con 65 años no puedes pasar 24 horas en un quirófano ni subirte a una ambulancia. Pero si te jubilas antes, te recortan un porcentaje enorme. Así que la mayoría aguanta… hasta que el cuerpo dice basta.”

En Cataluña, la sobrecarga proviene de una ratio imposible. “En mi planta somos tres enfermeras para 30 pacientes. A cada una le tocan diez. Hacemos lo que podemos, pero la calidad asistencial se resiente. No podemos atender bien al paciente ni cuidarnos a nosotras mismas”, cuenta Verónica.

A lo largo de la conversación, ambas regresan siempre al mismo punto: el reconocimiento. No solo el económico, también el simbólico. “No hablo de diferencias entre enfermeros y enfermeras -aclara Araceli-, sino entre médicos y enfermeras. Al médico se le respeta más, se le escucha más. Nosotras seguimos en segundo plano, cuando el sistema funciona gracias al trabajo de todos.”

Verónica, asiente. “Aún pesa esa etiqueta: el señor médico y la señora enfermera. Somos quienes acompañamos al paciente de principio a fin, pero el mérito se lo lleva el equipo médico. Enfermería sigue sin reconocimiento, ni profesional ni económico.”

A esa invisibilidad se suma un problema cotidiano: la conciliación. En una profesión compuesta mayoritariamente por mujeres, las reducciones de jornada recaen casi siempre sobre ellas. “Si reduces horas para cuidar de tus hijos, pierdes salario. Es una obligación moral que se convierte en castigo”, lamenta Verónica.

El sexismo no siempre se ve, pero se siente. Está en los comentarios, en las expectativas, en la forma en que la sociedad sigue entendiendo la palabra enfermera. “Arrastramos una imagen servicial, casi doméstica. Como si cuidar fuera una extensión del papel de mujer. Pero cuidar es también una responsabilidad técnica, científica y emocional”, reflexiona Araceli.

Vocación frente al desgaste

Pese a sus circunstancias, ninguna de las dos suena derrotada. Hablan con la serenidad de quienes están acostumbradas a sostener el mundo con las manos, sin hacer ruido. “Somos un equipo -dice Araceli-. Sin médicos no somos nada, pero sin enfermeras ellos tampoco lo son. Todos somos imprescindibles.”

La vocación se entrelaza con el cansancio, con la certeza de que el sistema se mantiene gracias a la entrega de quienes, como ellas, siguen adelante pese a todo. “Llevamos años reclamando lo mismo. Nos dicen que no hay presupuesto, que no es el momento. Pero este nunca parece ser el momento”, lamenta Verónica.

Entre los pasillos de los hospitales, la vida continúa: una llamada, una bata, una mano que se apoya sobre otra. Las enfermeras permanecen allí, firmes, vigilantes… invisibles, pero indispensables.

Una puerta cerrada

La noticia del cierre del Estatuto Marco ha sido la gota que colma un vaso demasiado lleno. “La ministra nos ha cerrado la puerta”, dice Verónica. “Y no se trata solo de sueldos o jubilaciones, hablamos de dignidad. De que se reconozca el valor real de lo que hacemos”. Araceli coincide: “No pedimos privilegios, pedimos justicia. Que se nos escuche. Que se actualicen nuestras condiciones. Que podamos envejecer sin tener que seguir subiendo escaleras con un paciente en brazos”.

Mientras tanto, ambas siguen trabajando. Una en Cáceres, otra en Lérida. Dos vidas distintas, pero la misma historia: la de miles de mujeres que cuidan sin descanso, que conocen el dolor ajeno de memoria y que, pese al silencio, continúan reivindicando lo que debería ser evidente: que cuidar también merece cuidado.

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