Una semana después del cierre de la escuela El Ardal, las familias siguen intentando reorganizar sus vidas y las rutinas de sus hijos. El tiempo transcurre lentamente para quienes, como Pilar —una madre recién llegada desde Tenerife—, todavía asimilan la pérdida de un proyecto educativo que había transformado su día a día. “Llevan una semana, me parece casi que ha pasado un siglo de lo eterno que se les está haciendo”, explica.
Sus hijos, de seis y siete años, atraviesan un momento difícil. “Ellos están muy mal, están completamente desubicados, descentrados”, cuenta con voz cansada. El cierre abrupto del centro ha supuesto para ellos un cambio radical. Los padres han tenido que explicar “como buenamente pueden” por qué ya no pueden ir al colegio en el que se sentían felices. “No lo pueden entender, no pueden entender cómo un cole que les estaba funcionando, que les estaba haciendo sentir bien, lo cierran”, resume.
Una mudanza de 2.123 kilómetros por amor
Pilar y su familia se trasladaron este verano desde Tenerife únicamente para que sus hijos pudieran estudiar en El Ardal. “Nos hemos mudado única y exclusivamente por El Ardal”, afirma. Incluso llegó a escribir una carta al ayuntamiento titulada 2.123 kilómetros por amor, donde explicaba el motivo de ese cambio vital. “Sabíamos que era lo que necesitaba Cristina y que además a Nicolás le iba a venir bien”. Sin embargo, apenas unas semanas después del inicio de curso, se encontraron con el cierre definitivo del colegio.
La madre explica que la noticia les dejó “en shock”. Aun así, intenta centrarse en lo positivo: la asociación Como Uno Más, que nació dentro del propio Ardal, continúa activa y sus terapeutas han podido desplazarse al domicilio familiar para seguir trabajando con los niños. “Hemos visto tan mal a Nicolás que les hemos pedido que trabajaran con los dos”, comenta.
“Aquí no soy rara”
Cristina, de siete años, cursaba primero de primaria. Tiene TDAH, altas capacidades y alta sensibilidad. Además, según su madre, “no sabe socializar”. En El Ardal, esa dificultad se convirtió en un punto de partida para su integración. “Allí, los niños opinan que todos somos diferentes y todos somos iguales”, dice Pilar. Recuerda con emoción las palabras de su hija tras su primer día de clase: “Mamá, es el mejor cole del mundo y aquí no soy rara”.
“Se te parte el corazón cuando llevas años esperando que tu hija reaccione así y de repente te lo quitan”, confiesa. En su nuevo centro, el proceso está siendo mucho más duro. “A Cristina le va a costar y le va a costar mucho”, reconoce. Aunque la familia ha elegido un colegio con un equipo de orientación amplio y abierto a terapeutas externos, la magnitud del centro —mucho mayor que El Ardal— le resulta abrumadora. “Es un colegio gigante, no tiene nada que ver”, lamenta.
Nicolás, el pequeño, también está sufriendo. Canaliza el malestar con rabietas, gritos y llantos, pero al menos lo expresa. “El problema es que todo lo que tenga que ver con el cole lo desestabiliza. Empieza a estar en silencio y, de repente, cualquier cosa le hace saltar”, relata Pilar. “Lo están pasando verdaderamente mal”.
Rutinas rotas
En casa, la conciliación se ha vuelto casi inviable. Pilar está sola con los niños en Madrid; su marido permanece en Tenerife con la hija mayor, a la espera de poder cambiarla de centro. Ella trabaja por cuenta propia, pero reconoce que esta semana no ha podido hacerlo: “Soy autónoma, si no trabajo, no ingreso dinero”. Los terapeutas de Como Uno Más acuden unas horas al día para atender a los pequeños, pero la madre confiesa que “ha descansado cero”.
Las noches también son complicadas. Nicolás tiene pesadillas y se despierta llorando. “Por las noches también despierta”, explica. El cansancio se acumula y la incertidumbre sobre el futuro del proyecto educativo tampoco ayuda.
“Es como un terremoto”
Pilar asegura que los niños están viviendo una situación demasiado desestabilizadora. “Decía una mamá que es psicóloga: esto que le han hecho a los niños es como un terremoto”, recuerda. “Es una inseguridad, una incertidumbre tremenda”. Por eso, insiste en que su prioridad ahora es estabilizar a sus hijos en el nuevo centro, aunque no renuncia a seguir luchando por el modelo educativo que representaba El Ardal.
Durante la última semana, ha participado activamente en la movilización de las familias: ha asistido a plenos municipales, ha escrito a concejales y ha intervenido en medios. También mantiene contacto con partidos de la oposición y no descarta acudir a la Comunidad de Madrid: “Si lo tengo que llevar a la Comunidad, lo llevaré, porque lo que no se puede hacer es las cosas como las han hecho cuando se trata de niños”.

Esperanza y límites
Aunque reconoce que ya no confía en que El Ardal pueda reabrir a corto plazo, cree que el modelo no debería perderse. “Es un sistema educativo e inclusivo ejemplar en este municipio. Tendrían que estar orgullosos y aplicarlo por todo el municipio”, reclama a las autoridades. Su deseo es que “se hagan colegios así” y que otras familias puedan beneficiarse de un enfoque inclusivo y humano.
Algunos concejales, dice, le han mostrado apoyo, aunque las soluciones propuestas no son realistas. “Pretenden que los padres nos pongamos de acuerdo y abramos un colegio, pero no tenemos el capital. Que hayamos mandado a nuestros hijos a un colegio privado no quiere decir que tengamos un poder adquisitivo enorme”, subraya.
Cansada, pero firme, Pilar insiste en su mensaje: “No puedo permitirme abrir un colegio, pero iré a la Comunidad de Madrid y lo voy a proponer”. A una semana del cierre el sentimiento general entre las familias es el mismo: la sensación de haber perdido algo que funcionaba, y de que nadie los ha escuchado.