Rojo. Brillante. Descarado. Ningún cosmético ha sido tan admirado, tan censurado y tan simbólico como el lápiz de labios. Usarlo ha sido, según la época, un gesto de coquetería, un acto de rebeldía, una señal de poder o una marca de pecado. Pocas herramientas de belleza concentran tanta historia y tanta carga cultural en un gesto tan simple como un poco de color sobre la boca.
Todo empezó hace miles de años. En Mesopotamia ya se trituraban piedras semipreciosas para teñir los labios. Las egipcias, más audaces, mezclaban algas rojas con yodo y bromo, aunque el resultado podía ser tóxico: así nació la leyenda del “beso de la muerte”. A Cleopatra se le atribuye una receta con escarabajos carmín, escamas de pescado y hormigas trituradas. En el Valle del Indo, se usaban arcillas y óxidos; en Roma, las mujeres ricas lucían los labios teñidos, mientras que en Grecia era una obligación para las prostitutas.
La primera fórmula en barra —práctica y transportable— llegó hacia el año 900 de manos del médico andalusí Al-Zahrawi, quien elaboró un cilindro de cera y pigmento. Pero no fue hasta la corte de Isabel I de Inglaterra cuando el carmín se volvió tendencia entre las élites. Aun así, la Iglesia consideraba el maquillaje una señal de pecado y perversión. Durante siglos, pintarse los labios equivalía a confesar frivolidad, ambición o desobediencia.
María Antonieta desafió esos prejuicios desde Versalles, y acabó con la cabeza en una cesta. En cambio, en el siglo XIX, el lápiz de labios siguió relegado al teatro y a las casas de citas. En Mujercitas, la hermana frívola, Amy, se esmera mucho en que sepan que no lleva colorete. En Lo que el viento se llevó, Escarlata O’Hara desprecia a la maquillada Bella Watling, antes de recurrir en secreto a sus trucos. En Estados Unidos el lápiz rojo era casi sinónimo de escándalo.
La revolución llegó en el siglo XX. Elizabeth Arden lo comercializó con éxito entre mujeres “respetables” y las sufragistas lo adoptaron como emblema en sus manifestaciones: belleza como poder, labios pintados como declaración política. Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras los hombres iban al frente, las mujeres entraban a las fábricas… con labios rojos. El maquillaje, lejos de ser vanidad, se convertía en símbolo de fortaleza. El gobierno británico lo promovía como acto patriótico.
Tras la guerra, el lápiz de labios consolidó su reinado. Aparecieron formatos giratorios, fórmulas hidratantes y colores variados. Pero el rojo seguía siendo el tono por excelencia. Cuando Christian Dior lanzó su Rouge en 1949, lo hizo con vocación de mito. Inspirado en sus propios vestidos y presentado como un obelisco en miniatura, su barra número 9 —convertida más tarde en la icónica 999— marcó un antes y un después. Las estrellas de Hollywood lo consagraron: Marlene Dietrich, Grace Kelly, Josephine Baker, Natalie Portman.
A lo largo de las décadas, el lápiz de labios ha oscilado entre la provocación y la normalidad. En los noventa, el llamado “feminismo del pintalabios” defendió que la feminidad no era un lastre, sino una herramienta. Usar tacones, maquillaje o carmín podía ser un acto de empoderamiento si se hacía por elección y no por obligación. El rojo, una vez prohibido, era ahora bandera.
El lápiz de labios sigue siendo el cosmético más vendido del mundo. Existe en más de mil quinientos tonos, en texturas mate, brillantes, satinadas o líquidas. Para muchas mujeres, sigue siendo el único maquillaje imprescindible: basta con pintarse los labios para sentirse vestida, visible, fuerte. Incluso en países donde las mujeres no pueden mostrar el rostro, llevar los labios pintados —aunque sea debajo del velo— es un acto íntimo de poder.
Espido Freire, autora de “La historia de la mujer en 100 objetos” ed.Esfera Libros, ha seleccionado 31 para una saga veraniega en Artículo14 donde hace un recorrido por algunos de los objetos que más han marcado a las mujeres a lo largo de su historia.