Qué escuchar

Joanne Robertson firma en ‘Blurrr’ un monumento a la soledad

En su sexto álbum, la artista británica destila voz, guitarra e introspección en una obra que expande el lenguaje del folk experimental y confirma su alianza celestial con el chelista Oliver Coates

Joanne Robertson firma en 'Blurrr' un monumento a la soledad
Joanne Robertson firma en 'Blurrr' un monumento a la soledad
Montaje: kiloycuarto

Hay discos que parecen grabados en una habitación; Blurrr, de Joanne Robertson, parece grabado en una dimensión aparte. La cantautora británica —pintora, improvisadora y colaboradora habitual de Dean Blunt— entrega en su sexto álbum un trabajo que no solo copa las listas de mejores álbumes nuevos, sino que se adentra en lo espectral y sobrecogedor: el disco es una atmósfera, un estado mental, un lugar al que se entra despacio y del que cuesta salir.

La pintura de Robertson ayuda a entenderla. En sus lienzos, los nudos de rojo y marrón se arremolinan en los márgenes, empujando contra veladuras de tonos pálidos. Ese gesto visual, ese estallido contenido, tiene un eco directo en su música: en esas canciones donde la melodía parece dar un paso en falso, tambalearse, colapsar y volver a levantarse. Robertson “trabaja en una franja donde la serenidad y la inquietud se confunden”, y Blurrr es el territorio donde esa tensión alcanza su forma más nítida.

El disco roza lo sublime en momentos tan concretos como inesperados: el quiebre emocional que llega 53 segundos después de empezar “Always Were”, o la nota suspendida que estalla a los 4:31 de “Peaceful”. Es música frágil y expansiva a la vez, como si la propia alma del álbum hubiera encontrado espacio para estirar las piernas y moverse en libertad. Cuesta creer que Robertson lo grabara en un cuarto real, con paredes y muebles, en una ciudad concreta. Durante sus 45 minutos, Blurrr construye su propio lugar.

Las comparaciones ayudan, aunque no definen. Si la voz de Elizabeth Fraser (Cocteau Twins) transformaba el lenguaje en pura textura, Robertson se mueve en un territorio cercano pero más terrenal. No inventa un idioma nuevo: lo deshace. Sus palabras se desenfocan hasta convertirse en pinceladas tonales, siempre al borde del significado pero sin entregarse del todo. En piezas como “Gown”, donde abre completamente su registro melódico, la voz llega cargada de desgarradora humanidad: un lamento, una súplica, un temblor. En “Ghost”, más vacilante, parece reclamar un lugar en lo infinito. Su guitarra —siempre en afinaciones abiertas— actúa como contrapunto y antagonista: ronca, cruda, de madera viva, sin pulidos. Voz y cuerda se esquivan, se rozan, se contradicen; rara vez coinciden. Esa fricción es el corazón del disco: una conversación perpetua consigo misma.

La improvisación es clave. Robertson responde a sus propias notas en tiempo real, atrapada en el mismo asombro que provoca. Si la tradición que la guía no es la del folk, sino la del free jazz —como sugería Derek Bailey—, entonces Blurrr funciona como un espacio donde diálogo, energía y ritmo sustituyen a la armonía clásica. Las canciones avanzan no por estructura, sino por impulso. No buscan un destino: crean su camino.

El álbum es también, quizá ante todo, un retrato de la soledad. Una soledad luminosa, consciente, sin amargura. Robertson canta como quien lleva horas —o años— en una habitación pensando en sus propias sombras. Esa desnudez, ese hilo mental que fluye sin filtros, se convierte en el verdadero motor emocional del disco. Lo que escuchamos no son composiciones: son corrientes de pensamiento puestas en acordes.

Y, justo cuando parece que no cabe más intimidad, aparece Oliver Coates. El chelista irrumpe en la segunda mitad del disco como una fuerza ascendente: no invade, acompaña; no corrige, sostiene. Coates lleva las canciones de Robertson a un lugar que ellas insinuaban pero no alcanzaban solas. Sus líneas melódicas —líquidas, extensas, casi celestiales— elevan los susurros de Blurrr hasta convertirlos en algo cercano a un rezo. La crítica anglosajona lo describió como “celestial”, y lo cierto es que hay algo de revelación en ese diálogo entre voz, cuerda y cello.

En el tramo final, cada canción deja, después de extinguirse, un silencio más denso que antes. Robertson no se muestra más clara al terminar el álbum: se vuelve más misteriosa, más profunda, más presente. No entendemos más de ella; entendemos más de las emociones que la atraviesan. Tragedia, éxtasis, anhelo, vértigo. Todo insinuado, nunca explicado. Todo cantado como si fuera la primera vez.

TAGS DE ESTA NOTICIA