A Rosalía no le basta con reinventar el pop: quiere reinventar el silencio. En Lux, su cuarto álbum, la artista catalana vuelve a hacer lo impensable: alejarse del ruido para componer un oratorio del siglo XXI. El resultado es una obra monumental y desconcertante, escrita en trece lenguas, dividida en cuatro movimientos y grabada junto a la London Symphony Orchestra. Una sinfonía de fe, deseo y vértigo, donde lo divino y lo corporal se confunden en un mismo temblor. “Necesitaba dejarle espacio a Dios”, ha dicho Rosalía en una entrevista reciente, como si después de Motomami —su autorretrato más salvaje— solo quedara abrir una puerta al misterio.

La ambición de Lux roza lo místico y lo delirante. Hay canciones en latín y en árabe, pasajes en japonés y catalán, versos en inglés, español y mandarín. Pero más allá del experimento lingüístico, lo que late en el disco es una búsqueda de sentido. Cada tema parece una plegaria en mitad del caos contemporáneo. En Mio Cristo, la artista canta entre coros y percusiones industriales una invocación a un Dios que no responde. En Berghain”, junto a Björk y Yves Tumor, la discoteca berlinesa se convierte en templo gótico, y el beat electrónico en un acto de resurrección. Es pop sacro: un cuerpo que reza mientras baila.
Rosalía nunca ha sido una artista de lo complaciente. Si El mal querer (2018) reinventó el flamenco y Motomami (2022) dinamizó la música urbana con una libertad inusual, Lux da un salto hacia otra dimensión: la del exceso consciente y la de la fe como performance. Lo que podría haber sido un gesto de vanidad —grabar con una orquesta sinfónica— se convierte aquí en una reflexión sobre la voz y la presencia. Las cuerdas desgarran el aire y la voz de Rosalía, cada vez más precisa y más vulnerable, parece atravesar el aire como un cuchillo.

Dios es un stalker, canta en uno de los temas más sorprendentes del álbum, con humor y devoción entrelazados. Es también una declaración de intenciones: un disco que observa, que vigila, que persigue lo sagrado dentro de lo profano. Lux exige del oyente una actitud contraria al consumo rápido. Es un álbum que hay que escuchar de pie… o de rodillas, con el cuerpo tenso, con la sensación de asistir a una misa en la que lo espiritual y lo terrenal ya son la misma cosa. Ella misma lo une cuando comienza cantando “Quién pudiera venir de esta tierra / entrar en el cielo y volver a la tierra” en Sexo, Violencia y Llantas y termina pidiendo “volver al Padre”: “Yo que vengo de las estrellas / hoy me convierto en polvo / pa’ volver con ellas”, reza en Magnolias.
Las referencias a las santas, a la mitología cristiana y al sacrificio están por todas partes. Pero no se trata de una conversión, sino de un diálogo entre la artista y algo que ella ya había encontrado, simplemente tenía que mirarlo: “Quería dejarle espacio a Dios”, dice la catalana. Rosalía parece preguntarse qué queda de lo sagrado cuando todo se ha vuelto algoritmo. “Quería escribir sobre la fe, pero no desde la religión”, ha explicado. “Desde el amor, desde la entrega total”. En ese sentido, Lux es su disco más íntimo: un intento de encontrar pureza en medio del ruido digital, de recuperar la emoción frente a la anestesia del presente.

Es cierto que Lux no es fácil: exige concentración, atención, un tipo de escucha casi contemplativa. Pero esa dificultad forma parte de su belleza. No hay aquí hits instantáneos ni fórmulas de streaming; hay un viaje sonoro que atraviesa la ópera, el pop electrónico y la tradición litúrgica. Hay un riesgo y una verdad. Y, sobre todo, hay una artista que ha entendido que su lugar no está en el algoritmo, sino en el asombro.
Rosalía ha convertido su voz en una catedral portátil, y Lux en su misa. Un álbum excesivo, espiritual, luminoso y devastador, donde la fe se canta, se baila y se duda al mismo tiempo. Quizá por eso es el mejor disco del año: porque no busca gustar, sino iluminar.

