En primer lugar, es necesario hacer un matiz: Un fantasma en la batalla habla más o menos de lo mismo que La infiltrada (2024) –la película de Arantxa Echevarría que hace nueve meses triunfó en la última gala de los Goya tras hacerlo en la taquilla–, pero lo que cuenta para nada es igual. Sí, las dos ficciones tratan de ETA, y las dos lo hacen desde la perspectiva de un personaje que alude a la agente conocida como Aranzazu Berradre, que permaneció ocho años de incógnito en el seno de la banda terrorista.
Las dos, además, marcan la diferencia respecto al grueso de títulos que se han ocupado de la banda terrorista –desde Comando Txikia (1977) a Patria (2020) pasando por La muerte de Mikel (1983), Días contados (1994), Yoyes (1999), 13 entre mil (2005), Tiro en la cabeza (2008) o La línea invisible (2020)– en cuanto que se sirven de la retórica del thriller para poner el foco en la labor policial. Sin embargo, decimos, las diferencias entre ambas son muchas y muy notables.

De entrada, si La infiltrada se basaba directamente en la historia real de Berradre, cuyo trabajo resultó esencial en el desmantelamiento del comando Donosti, el primer largometraje que Agustín Díaz Yanes estrena en ocho años se inspira no solo en ella sino también en otros agentes en su día encubiertos dentro de ETA –y, según afirma el director madrileño, también en personajes ficticios como algunos de los que aparecen en las novelas de John Le Carré– para contar la historia de una miembro de la Guardia Civil que se infiltra en el grupo y, a través de ella, recrear la llamada Operación Santuario, que se prolongó durante 12 años y permitió desmantelar varios zulos que los terroristas tenían ocultos en el País Vasco francés.
El objetivo aquí es recordar 12 años de España durante los que el terrorismo fue especialmente inhumano y, a la vez, explicar no solo cómo se urdió el plan policial más trascendental de la lucha contra ETA sino los sacrificios que hicieron algunos de quienes formaron parte de él. Y, para lograrlo, Un fantasma en la batalla también se distingue de La infiltrada tanto en virtud de su estrategia narrativa como de sus intenciones dramáticas, psicológicas y filosóficas.

Su protagonista, Amaia (Susana Abaitua), es una agente sin historia personal –su madre está postrada en una cama, y su padre murió años atrás– y, por tanto, su perfil es el idóneo de un topo. Cuando se le propone el trabajo acepta de inmediato, y durante la década siguiente, después de convertirse en miembro de confianza de la banda tras estar a punto de matar a otro policía, proporciona información esencial escondiendo bolsas de basura dentro de ascensores, y pasando notas a transeúntes. Entretanto, mientras establece relaciones de amistad y románticas con algunos etarras prominentes, en ningún momento olvida qué pasará si la descubren.
Lo que más le interesa a Díaz Yanes de ella no es la carga feminista que acarrea –a diferencia de lo que sí le sucedía a la película de Echevarría con su protagonista–, sino la alienación y el aislamiento a los que se ve condenada, su renuncia a sus seres queridos y todo rastro de normalidad, y su condena a vivir en un estado de alerta permanente. A su alrededor, Un fantasma en la batalla extiende una atosigante atmósfera de amenaza y sospecha a través de métodos inesperados, arreglándoselas para convertir una sucesión de memorables canciones italianas interpretadas por Mina, Nicola di Bari o Patty Pravo en eficaz mecanismo de creación de suspense y angustia.

La otra novedad de la película es la disciplina con la que, mientras traza un retrato psicológico, hilvana la ficción con lo documental para llevar a cabo una panorámica de toda la violencia que el terrorismo infligió a lo largo de esos 12 años. Para ello, en primer lugar, introduce en el relato a figuras relevantes de ETA en la época, como Mikel Antza –por entonces al frente de la banda– o Soledad Iparraguirre, Anboto (Ariadna Gil), acusada de 14 asesinatos. Además, probablemente para interpelar nuestra memoria colectiva sobre el horror, intercala en la ficción fragmentos de noticiarios televisivos que testimonian los atentados mortales contra políticos como Gregorio Ordóñez, Juan Mari Jaúregi, Francisco Tomás y Valiente o Ernest Lluch, el entierro de Fernando Múgica, el rescate de José Antonio Ortega Lara y clamor ciudadano en protesta por el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco.
En el proceso, Un fantasma en la batalla otorga retratos complejos a los personajes de los dos bandos. Y por eso no es descartable que la película reciba críticas en ambos sentidos. Por un lado, seguramente habrá quienes la culpen de retratar a los etarras como personas y no como meros emisarios del mal, en ningún momento deja lugar a la duda sobre su propia postura. Y puede que otros sientan que idealiza a la policía, y consideren insuficientes –no sin cierta razón– las menciones que en ella se hacen a la práctica de torturas que convirtió el cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo en asunto de titulares. Posiblemente aún no estemos preparados para acoger películas sobre ETA de forma completamente serena, como demuestra el uso político que se sigue haciendo de esas siglas.