Desde el mismo momento en que Meghan Markle apareció en escena como la nueva novia del príncipe Harry, Reino Unido pareció dividirse en dos bandos. Para unos, representaba aire fresco, modernidad, la posibilidad de que la monarquía británica se reconciliara con un presente multicultural. Para otros, era la intrusa americana, actriz de segunda, demasiado ambiciosa, demasiado independiente.
Ese choque de percepciones no ha cesado desde entonces. Lo revelador es que, cinco años después de su boda, la duquesa de Sussex sigue siendo mucho más que un personaje mediático y se ha convertido en un termómetro de los prejuicios, ansiedades y contradicciones de la prensa británica y de la propia sociedad.
Entrada en la Familia Real con expectativas imposibles
Meghan Markle entró en la familia real con expectativas imposibles. Diana, su suegra, ya había dejado un molde casi insuperable. Era la princesa víctima, carismática y trágica. Kate Middleton encarnaba la obediencia elegante, la figura perfecta para mantener la continuidad de la institución. Meghan, en cambio, traía algo distinto. Era mujer divorciada, actriz, estadounidense y mestiza. Para muchos medios, su sola existencia rompía los códigos tácitos de la monarquía. Y ese quiebre no fue narrado como oportunidad, sino como amenaza.
Desde entonces, los tabloides británicos desplegaron una maquinaria implacable. No había gesto que no se interpretara como un agravio. Un vestido demasiado caro, una mirada demasiado seria, un proyecto considerado oportunista. Algunos columnistas la llamaron “la duquesa difícil”, insinuaron que trataba mal a su equipo y filtraron rumores sobre discusiones con Kate.
La prensa amarilla la colocó en un papel casi teatral, era la villana de un drama cortesano. Lo curioso es que muchos de esos ataques se basaban en comparaciones con la propia Kate Middleton, a la que se le elogiaba exactamente lo mismo que a Meghan se le criticaba. Cuando una se llevaba la mano a la barriga, era ternura; cuando lo hacía Meghan, era presunción.
Sesgo de género y racial
El sesgo no era sólo de género, sino también racial. En un artículo de The Guardian se recordaba cómo titulares aparentemente inocuos insinuaban que la llegada de Meghan “inyectaba sangre exótica” en la familia Windsor, o que su “ADN norteamericano” podría suponer un problema de protocolo. Otros medios asociaron a su madre con barrios pobres de Los Ángeles, marcando un contraste clasista con la aristocracia británica. No era necesario decirlo explícitamente…, el subtexto hablaba por sí solo.
El propio Harry lo reconoció años después, en sus memorias Spare: lo insoportable para su mujer no era tanto el rol institucional como el acoso mediático, con tintes racistas y sexistas. Meghan lo describió en su entrevista con Oprah Winfrey en 2021: “No quería seguir viva”, confesó, al relatar la presión constante. Esa revelación -inédita en el seno de la familia real- confirmó que no se trataba sólo de malas críticas, sino de un hostigamiento con consecuencias emocionales profundas.
En paralelo, la duquesa de Sussex intentaba construir su propia narrativa. La fundación Archewell, el podcast Archetypes, la serie documental en Netflix, y más recientemente la marca de estilo de vida American Riviera Orchard. Cada iniciativa fue recibida con escepticismo, cuando no con burla, en los tabloides británicos. “Demasiado americana, demasiado comercial, demasiado ambiciosa”. Lo que en cualquier otra celebrity se celebra como emprendimiento, en ella se percibe como traición a la solemnidad que se espera de una duquesa.
¿Cambia la percepción fuera de Reino Unido?
En Estados Unidos, Meghan se ha convertido en un símbolo de resiliencia ante la prensa hostil. En revistas como The Cut o Vanity Fair se la presenta como una mujer que se rehace, que convierte el rechazo en plataforma. El contraste llama la atención, ya que para lo que para el tabloide londinense es un defecto, para el periodismo cultural neoyorquino es una virtud.
Este año, Meghan vuelve al centro de la polémica, aunque no necesariamente por decisión propia. El rey Carlos III, tras un año complejo de salud y con la necesidad de proyectar estabilidad, se reencontró recientemente con Harry en Clarence House, después de casi dos años sin contacto confirmado. Ese gesto abrió la puerta a lo que muchos interpretan como el siguiente paso; un reencuentro con sus nietos, Archie y Lilibet.
Y aquí Meghan es inevitable. Ningún acercamiento familiar puede darse sin ella. Su figura, paradójicamente, se convierte en la llave de un gesto que podría humanizar a Carlos III y mostrar a la monarquía como capaz de reconciliarse. El rey sabe que, más allá de los protocolos, la institución necesita gestos emocionales que la conecten con la sociedad. Y ver al abuelo con sus nietos sería uno de ellos. Pero también sabe que esa escena no puede ocurrir sin que Meghan decida participar.
Eso coloca a Meghan en un lugar incómodo. Volver a Reino Unido con los niños significaría exponerse otra vez a la prensa que la desterró durante años. Implicaría permitir que el tabloide que la demonizó ahora narre la reconciliación como espectáculo. Pero también representaría una oportunidad de reescribir el relato: de aparecer no como la villana, sino como la mediadora, la madre que facilita la unión.
La pregunta entonces vuelve al inicio: ¿qué nos pasa con Meghan Markle? ¿Por qué sigue generando titulares desproporcionados, pasiones extremas, juicios instantáneos? Tal vez porque es más fácil convertirla en caricatura que aceptar la complejidad que representa. O tal vez porque, en el fondo, Meghan es el espejo incómodo de lo que Reino Unido aún no termina de resolver sobre sí mismo.