Donald Trump no entiende -o finge no entender- que una guerra comercial no se gana. Se sobrevive. Pese a las advertencias de sus propios asesores económicos, el presidente de Estados Unidos ha intensificado su estrategia arancelaria como herramienta de presión política, económica e ideológica.
En su segundo mandato, Trump está dispuesto a usar los aranceles como si fueran proyectiles: apuntando a los gobiernos que no se alinean y premiando a los que sí. Y todo, advierten los expertos, desoyendo los daños que podría traer esta ofensiva comercial a su propia economía.
“Estados Unidos pagará el precio”
La revista The Economist lo resume sin rodeos: “Cuando Trump aumenta los aranceles, perjudica a sus propios compatriotas”, explican. Aunque el presidente se ha vanagloriado de los cientos de miles de millones de dólares que supuestamente recaudará, el efecto real empieza a sentirse en los precios domésticos, en el deterioro de alianzas y en la incertidumbre empresarial. Sus medidas, más que consolidar la hegemonía económica estadounidense, están abriendo la puerta a una ola de deslocalizaciones inversas, repliegues estratégicos y respuestas diplomáticas poco predecibles.

Apple se salva: vasallaje a medida
En este contexto, la mayor victoria simbólica de Trump en la primera jornada efectiva de aranceles ha sido doblegar a Apple. La compañía ha anunciado una inversión de 600 mil millones de dólares en nuevas instalaciones en suelo estadounidense, justo después de que el presidente amenazara con aplicar aranceles punitivos a su cadena de suministro asiática. El gesto no ha pasado desapercibido. Tim Cook, CEO de Apple, agradeció personalmente al mandatario “su compromiso con la industria tecnológica nacional”, en una imagen que muchos interpretan como una rendición elegante, pero rendición al fin y al cabo.
Trump ha conseguido su objetivo: una gran empresa americana que se pliega a su presión pública y obtiene a cambio inmunidad. Apple queda fuera de la guerra arancelaria. Pero otros sectores no han tenido la misma suerte. La producción de chips y semiconductores -clave para toda la industria tecnológica global, incluida esta empresa- está en su punto de mira. Y con ella, también los países que no han seguido el guion que marca Washington.

Los que no se arrodillan: más castigo
La lista de damnificados crece. Brasil ha sido castigado con un arancel del 50% en plena tensión diplomática por el enjuiciamiento de Jair Bolsonaro, amigo del presidente estadounidense. A Canadá, socio estratégico y vecino leal, se le ha impuesto un 35% tras anunciar su voluntad de reconocer a Palestina. Suiza, neutral y discreta, tampoco esquiva el golpe: un 39% de penalización comercial por no firmar un acuerdo a la carrera con Washington.
Irak y Myanmar, países con economías frágiles, han sido igualmente golpeados: aranceles del 35% y 40%, respectivamente, pese a que sus capacidades de respuesta son prácticamente nulas. La lógica no es económica, sino política. Los aranceles se han convertido en una forma de castigo personalizado, sin distinción entre aliados, adversarios o neutrales. Un orden comercial fundado en la intimidación.
Un ojo por ojo en el que todos pierden
La idea de Trump es reconfigurar el comercio mundial como si fuera una partida de póker, donde gana quien sube la apuesta. Pero la política internacional no responde a pulsos unilaterales. Los expertos apuntan a que el arancel como castigo ya ha demostrado ser un arma de doble filo. Algunos países ceden, otros resisten, pero todos se rearman. Y Estados Unidos, lejos de liderar una nueva era industrial, está empujando a sus socios -y a sus rivales- a buscar alternativas duraderas a su influencia.