Hace unas semanas comenzó a implementarse el plan de veinte puntos propuesto por Donald Trump conforme al cual pretendía poner fin a las hostilidades localizadas en Oriente Medio. Cabe precisar que esta hoja de ruta fue diseñada por la Casa Blanca con el propósito de frenar con la violencia persistente –y cada vez más acusada– que se desató en la Franja de Gaza hace más de dos años. Y es que, tras los violentos atentados perpetrados por Hamás en suelo israelí el 7 de octubre del año 2023, Benjamin Netanyahu decidió adoptar una estrategia bélica de gran contundencia que ha conllevado la muerte de más de sesenta y ocho mil personas. Esta es la cifra que se maneja en estos días y que, paradójicamente, no ha dejado de aumentar, a pesar del alto el fuego previamente acordado por las partes beligerantes.
El itinerario marcado por el dirigente norteamericano para Gaza se compone de varias fases. En un primer momento, se había previsto la liberación de los rehenes israelíes que continuaban con vida. Paralelamente, se estipuló la entrega de los cuerpos de los prisioneros fallecidos durante el secuestro perpetrado por Hamás, así como durante su cautiverio. El primer extremo del acuerdo fue debidamente satisfecho. Sin embargo, la operación relativa a la repatriación de los fallecidos aún no se ha completado. Esta situación ha provocado la indignación del Ejecutivo israelí que no ha tardado en señalar que ello constituye una vulneración flagrante del acuerdo alcanzado. Hamás, por su parte, ha denunciado que Israel obstaculiza las tareas de recuperación al considerar que los bombardeos de estos días impiden realizar las labores de búsqueda e identificación en condiciones seguras. Asimismo, la primera etapa del plan contemplaba la liberación de palestinos detenidos en cárceles de Israel. En este contexto, debe indicarse que doscientos cincuenta prisioneros –condenados por asesinato y otros actos ilícitos– fueron puestos en libertad hace unas semanas. Una situación similar se vivió con otros mil setecientos individuos que regresaron a Gaza tras ser retenidos sin que, en ningún momento, se hubieran formulado los cargos correspondientes. Conviene precisar, no obstante, que con respecto al primer grupo mencionado, ciento cincuenta y cuatro personas fueron directamente trasladadas a Egipto. Según parece, se encuentran bajo constante supervisión y retenidas nuevamente por las autoridades del país, dejadas en un limbo del que poco más se sabe.

La segunda parte del plan conllevaría el desarme de Hamás. Sin que se conozca con exactitud en qué punto de la hoja de ruta nos encontramos, lo cierto es que la organización no ha mostrado en ningún momento intención alguna de actuar conforme al itinerario propuesto por Donald Trump. Es más, de acuerdo con la información vertida por algunos medios de comunicación, habría movilizado a sus propios combatientes con el objetivo de reforzar su control sobre la Franja de Gaza. Unos hechos que, en todo caso, Hamás niega de manera categórica. Sea como fuere, de lo que no hay duda es que Israel no ha cesado en sus operaciones militares sobre el referido enclave. El propio Benjamin Netanyahu da cuenta de esta situación cuando decidió ordenar recientemente ataques de alta intensidad. Así lo exigió cuando averiguó que sus fuerzas militares habían sido atacadas en Rafah y que con motivo de este altercado uno de sus soldados habría fallecido.
Ataques esporádicos de Israel
No cabe duda de que el cese de la violencia en Gaza atraviesa un momento de extrema fragilidad. Los ataques esporádicos –aunque constantes– perpetrados por Israel desde el inicio de la tregua así lo demuestran. Junto a ello, hay que tomar en consideración el anuncio de Israel de este mismo miércoles conforme al cual aseguraba que retomaba el alto el fuego. Estas declaraciones se produjeron después de una serie de ataques que causaron la muerte de ciento cuatro gazatíes (treinta y cinco de ellos menores de edad). En vista de esta delicada situación, cabe preguntarse lo siguiente: ¿durante cuánto tiempo se ha considerado el uso de la fuerza un recurso legítimo en este paréntesis de paz relativa? En una línea muy similar, surge otro interrogante: ¿cómo es posible que una de las partes beligerantes ignore abiertamente los términos de una tregua sin afrontar consecuencia alguna? Estas incógnitas nos llevan, a su vez, a otras: ¿qué credibilidad puede tener un acuerdo que impone el fin de la violencia sobre una zona que convive con una realidad bien distinta en la que los ataques se orquestan de manera asidua? ¿Hasta qué punto puede sostenerse un alto el fuego que no conlleve un cese real de las hostilidades?
Es evidente que el plan de Trump no ha bastado para contener la violencia en la Franja de Gaza ni, mucho menos, para restaurar la estabilidad efectiva en la región. Las desconfianzas mutuas y la continua presión sobre la población civil –que sigue amenazada de muerte– han convertido el alto el fuego en una tregua que parece tener los días contados. Nada indica que, en un corto espacio de tiempo, se vaya a producir una desescalada real; más bien, todo lo contrario. En definitiva, la viabilidad de la propuesta de Trump hace aguas. Así, puede traerse a colación –entre otros factores– los ataques reiterados, la deslegitimación de los actores encargados de velar por su implementación y –por supuesto– la imposición de unas condiciones a una población que no ha sido previamente consultada. No es arriesgado anticipar que este esquema, antes o después, acabara fallando.
Una hoja de ruta con escollos
Además, estamos –y ello constituye otro dato esclarecedor– en las primeras fases de una hoja de ruta en la que se advierten importantes escollos que dificultan su ejecución. Nos encontramos, por tanto, alejados de las últimas fases de un itinerario que conduciría –en un momento dado– a que la región sea administrada por un gobierno temporal compuesto por un comité palestino tecnocrático y apolítico que, a su vez, quedaría bajo control de un nuevo organismo internacional presidido por Donald Trump. Una situación que, de materializarse, resultaría bochornosa, puesto que con dicho planteamiento no se persigue la consecución de la paz. Sin duda, esta fórmula representa la máxima expresión del imperialismo estadounidense, revestido –falazmente– de un discurso diplomático con el que busca imponer su hegemonía política y moral en la región. Difícil, por tanto, caer en el engaño. Y más difícil aún es entender el silencio de quienes deberían alzar la voz frente a semejante escenario.
Al margen del sibilino entusiasmo que muestra Estados Unidos, una y otra vez, de colocarse en el centro del tablero geopolítico (algo que con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca parece una constante), me pregunto lo siguiente: ¿se pondrá de relieve en algún momento lo poco adecuado e hipócrita que resultan esta clase de estrategias? ¿Cuándo constituirá la paz un objetivo por sí mismo? ¿En qué momento estaremos dispuestos a aprender de la Historia? Ya hemos podido comprobar –en innumerables ocasiones– cómo el hacer valer los intereses geopolíticos nos ha jugado una mala pasada a la comunidad internacional en su conjunto. Así, por ejemplo, la invasión de Irak en 2003, articulada bajo el pretexto de instaurar la democracia y combatir la tiranía, no hizo sino sumir al país en una espiral de violencia que desestabilizó todo Oriente Medio. Otro tanto ocurrió en Afganistán, donde tras dos décadas de ocupación, el discurso de reconstrucción se desmoronó con el retorno del régimen talibán. Casos como estos evidencian que la paz impuesta desde la fuerza ni es paz ni es ni justicia, sino una forma más de dominación que busca perpetuar las desigualdades que dice combatir.
