Este 8 de mayo celebramos el octogésimo aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. Es también el aniversario de la liberación de Europa de la ocupación nazi. Por último, es la conmemoración de la innegable contribución estadounidense al retorno de la paz -la pax americana– en Europa en el contexto de una nueva guerra incierta, ideológica y atómica: la Guerra Fría.
Una guerra fría en la que uno de los campos de batalla era Europa, cicatrizada por un “Telón de Acero” que formaba dos Europas irreconciliables: la Europa Occidental, que se convertiría en un bloque económico y luego político – para gran disgusto de los aliados estadounidenses y de los “soviético-rusos”-, y la Europa Oriental, sometida a la economía planificada y al régimen comunista dirigidos por la URSS.
Carácter ideológico y defensivo
Las relaciones entre Estados Unidos y Europa se inscriben, pues, en una alianza que, poco antes del desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944, tenía un carácter ideológico y defensivo frente a la influencia y el impacto del régimen de Stalin y sus sucesores en el continente europeo.

Sin embargo, el vínculo entre europeos y estadounidenses no se basa en una idea común de los valores democráticos ni en una historia compartida que se remonte a las primeras oleadas de emigración de Europa al Nuevo Continente. De hecho, la alianza entre Estados Unidos y Europa, que en el mejor de los casos es cordial -como la “entente cordial franco británica”-, se ha forjado y mantenido sobre la base de los intereses estadounidenses en Europa Occidental y sus colonias.
El mito histórico de la lucha por la libertad
En primer lugar, existe la idea recibida de un vínculo férreo entre las democracias europeas y la de Estados Unidos en una lucha “universal” por la libertad. Es debido a este mito histórico que cada crimen masivo cometido en el planeta sigue suscitando la pregunta: “¿Pero qué está haciendo Occidente?” En realidad, está haciendo lo que siempre ha hecho: defender sus intereses en el momento en que éstos se ven directamente cuestionados. Y las cosas no fueron diferentes cuando estaba en juego la libertad del mundo. Porque incluso entre 1939 y 1941, cuando el pacto germano-soviético dio cierta apariencia de sustancia a la tesis conservadora de los totalitarismos gemelos, ¿qué hizo Estados Unidos, futuro patrocinador del “mundo libre”?

En mayo de 1939, Adolf Hitler se apoderó de toda Checoslovaquia. Sin embargo, el Congreso estadounidense se negó a modificar la “Ley de Neutralidad” estadounidense, que prohibía la venta de armas a cualquier país amenazado por Alemania. En palabras de un influyente senador demócrata de la época, “la situación en Europa no parece justificar una acción urgente”. El 3 de septiembre de 1939, ¿había quedado clara por fin la urgencia en Washington, cuando Francia y Reino Unido pusieron fin a su política de apaciguamiento hacia Berlín? Pues todavía no.
Ayuda interesada de EE UU
Un amargado Winston Churchill observó más tarde que, hasta abril de 1940, los funcionarios estadounidenses estaban “tan seguros de que los Aliados ganarían que no consideraban necesaria la ayuda. Ahora estaban tan seguros de la victoria nazi que la consideraban imposible“. Al final, fue Alemania la que, en solidaridad con su aliado japonés, decidió el 11 de diciembre de 1941 declarar la guerra a Estados Unidos, cuya flota acababa de ser destruida en Pearl Harbor el día 7. En aquel momento, el Ejército nazi llevaba casi seis meses luchando a las puertas de Moscú. Estados Unidos acudió en ayuda de los europeos porque sus intereses vitales se veían afectados, no por solidaridad con ellos.

En segundo lugar, una vez terminada la guerra, el 8 de mayo de 1945, ante la victoria ideológica de la URSS -entre 1945 y los años 70, casi dos tercios del planeta simpatizaban con el comunismo-, la nueva potencia occidental tuvo que responder estableciendo un multilateralismo basado en una concepción estadounidense de las organizaciones políticas y… económicas. De ahí la intervención estadounidense en la reconstrucción económica y la reindustrialización de Europa a través del Plan Marshall de 1947. Las condiciones de la ayuda estadounidense eran bien conocidas: instalación de bases militares americanas, inversiones americanas y organización europea de la gestión del Plan Marshall. Fue el verdadero comienzo de la construcción europea, uno de cuyos padres fundadores, Robert Schuman, era un ferviente partidario de la idea de unos Estados Unidos de Europa calcados de los Estados Unidos. El objetivo de Washington era -y sigue siendo- convertir Europa en un enorme supermercado donde los consumidores europeos comprarían “made in US”. El milagro económico alemán de los años 1960 era una ilustración de ello mediante la implantación de una economía y una industrialización “a la americana”.

Sin embargo, la desaparición de la URSS y el lento declive de la omnipotencia estadounidense, los europeos se han dado cuenta de que, en un mundo cada vez más global, Europa necesita forjarse una identidad política y, por tanto, una mayor autonomía -la famosa autonomía estratégica de Emmanuel Macron– frente a sus rivales, pero sobre todo frente a Estados Unidos. La Unión Europea parece frustrar muchos de los intereses económicos y geopolíticos de Estados Unidos. La economía verde, la tecnología, el peso del euro frente al dólar en el mundo, las relaciones entre Asia y Europa, etc. Basta para enfurecer a un político de voz fácil y hacerle decir que Europa se creó para destruir la economía estadounidense.