“Una chica ordinaria de una familia americana ordinaria ha hecho caer a un príncipe británico”. De todas las interpretaciones en torno a la extraordinaria decisión del rey de Inglaterra de retirar a su hermano Andrés el título de príncipe, conferido al nacer, y rubricar lo que en la práctica supone un exilio vitalicio, la síntesis de la familia de Virgina Giuffre resulta la más conmovedora. Pese a que el ciudadano conocido a partir de ahora como Andrés Mountbatten Windsor, sin honores, sin calificativos, ni blasones, continúa negando las alegaciones de una de las víctimas más conocidas de la nefasta red del pedófilo estadounidense Jeffrey Epstein, Carlos III ha demostrado el axioma de que la corona pesa más que los lazos de sangre.
La campaña de Giuffre había ido erosionando durante años la figura pública de Andrés, si bien, en última instancia, él es el único responsable de su infamia. En paralelo a las graves acusaciones de que había sido forzada a mantener relaciones sexuales con Andrés en tres ocasiones, incluyendo cuando era menor, la gestión del escándalo por parte del tercer hijo de Isabel II, su absolutamente nula empatía por las víctimas y su infausta desconexión de la realidad estaban provocando una seria hemorragia en la reputación de la Casa Real. Consciente del daño, Carlos III ha tomado la medida más drástica, con la esperanza de que el destierro de Andrés facilite la expiación de los Windsor.

La reparación, de completarse, llevará tiempo. La mala conducta de Andrés pertenece indudablemente a la esfera de la responsabilidad individual, pero el proceder de la monarquía británica ha quedado gravemente cuestionado. Quién sabía qué en Buckingham y cuándo, o si en palacio decidieron deliberadamente mirar hacia otro lado son preguntas que amenazan con eclipsar el reinado de Carlos III, un soberano ansioso por dejar un legado valioso en un mandato que, por motivos puramente biológicos, será relativamente breve.
Tras haber ascendido al trono con 74 años y en tratamiento de cáncer desde febrero de 2024, la crisis es especialmente penosa para el monarca, por tratarse esencialmente de un problema heredado. Andrés era, según consenso popular, el hijo favorito de su madre, su debilidad, y pese al irreprochable compromiso institucional de Isabel II, ni siquiera la Reina, en su condición de jefa de Estado, fue capaz de detener la debacle que su tercer vástago acabaría causando para la Casa Real. Es ahora su primogénito el que ha tenido que tomar la lacerante resolución de ejecutar la más onerosa humillación para su hermano, al retirarle el título que ostentaba desde que llegó al mundo, y expulsarlo de la llamada Royal Lodge, la mansión de 30 habitaciones en Windsor en la que habitaba desde 2002 con su ex mujer, Sarah Ferguson.
Con todo, ninguna ignominia es comparable al trágico desenlace sufrido por la verdadera víctima en el desmoronamiento de la Casa York. Tras haber escapado de las garras de Epstein y recabar el coraje, años después, para denunciar la red de pedofilia del magnate y los círculos de poder que lo rodeaban, Virginia Giuffre se quitó la vida en abril. Su impacto, sin embargo, perdura y como dijo la abogada Sigrid McCawley, quien la había representado en la denuncia civil contra Andrés, “su voz ha cambiado la historia”. Hay que remontarse a 1917 para encontrar en Reino Unido un precedente de un príncipe a quien se le hubiera retirado el título. El culpable fue Ernest Augustus, duque de Cumberland, por posicionarse con Alemania durante la I Guerra Mundial, pese a ser descendiente directo del rey Jorge III.

En las memorias póstumas publicadas el pasado 21 de octubre, ‘Nobody’s Girl’, Virginia Giuffre cuenta que el maltrato en la red de explotación de Epstein era tan salvaje que temía morir como esclava sexual. Aunque para ella llega tarde, el comunicado con el que Buckingham anunciaba el oprobio de Andrés contiene una elocuente referencia a su sufrimiento, una condena implícita, pero evidente: tras sentenciar que las decisiones adoptadas “son necesarias, a pesar del hecho de que Andrés continúa negando las alegaciones contra él”, el texto añade, justo a continuación, que “sus majestades desean dejar claro que sus pensamientos y máximas simpatías han estado, y permanecerán, con las víctimas y supervivientes de todas y cada una de las formas de abuso”.
Nada en un comunicado de palacio se incluye por casualidad y la referencia a las víctimas contrasta con la total ausencia de mención por parte de Andrés, cuando hace dos semanas anunciaba que renunciaba a emplear el título de duque de York. Su supuesto sacrificio acabaría siendo insuficiente para detener la sangría provocada por la cascada de novedades que seguían trascendiendo sobre sus vínculos con Epstein, que continuaron durante más tiempo del que Andrés había confesado públicamente, y el inevitable peso que en la conciencia colectiva ha supuesto el doloroso detalle con el que Virginia Giuffre relató las vejaciones a las que fue sometida cuando no había alcanzado la mayoría de edad, el castigo físico y las heridas psicológicas.
Apartado para siempre del ojo público que siempre ha codiciado, Andrés vivirá el ostracismo al que ha quedado condenado en una de las residencias privadas del rey en Sandringham, en el condado inglés de Norfolk. Pese a la probable ruptura que la crisis habrá generado entre ambos, Carlos III financiará personalmente su manutención, mientras que Sarah Ferguson tendrá que buscar dónde vivir. La que se salva es su descendencia, la misma a quien, según ‘Nobody’s Girl’, Andrés se había referido nada más conocer a Virginia Giuffre y acertar su edad, 17 años. Según ella, cuando Ghislane Maxwell, cómplice de Epstein y actualmente en prisión, los presentó, el por entonces príncipe le dijo que tenía hijas ligeramente más jóvenes. Casi un cuarto de siglo después, y pese a la precipitación de su padre al vacío, Beatriz y Eugenia mantendrán el título de princesas.

