Sexismo en política

El coste de ser mujer en política: ¿existe impunidad machista?

Los ataques sexistas se suceden de una forma cada vez menos velada. Es un lastre que acaba condicionando el voto, y no a favor de las candidatas

Ayuso, Alegría y Montero
Kiloycuarto

Amargada, manipuladora, poco fiable, egoísta, fría, chula, histérica… Lindezas como estas, y las hay peores y más lesivas, le caen a Isabel Díaz Ayuso cada día como un chorro de agua fría matutina. ¿Por qué? Por negociar con dureza, ser franca o autopromocionarse. Es decir, por cualidades tradicionalmente reservadas al hombre. Igual se podría decir de Cayetana Álvarez de Toledo o de cualquiera de nuestras políticas que llegan con la bayoneta calada y desafiando sin esfuerzo eso que se espera de ellas.

Si se mostrasen más cariñosas y un poquito más emocionales, si agachasen de vez en cuando la cabeza… Entonces inspirarían comentarios paternalistas y condescendientes y no serían más que unas mimadas de la política con tutela masculina. Quizá algo tiránicas, pero sin amenaza. Es el nivel del sexismo en la política española, nada velado, por cierto. Madeline Heilman, psicóloga social y profesora en la Universidad de Nueva York. ha investigado este tema durante años y observa que, a pesar del avance increíble de la mujer en el ámbito laboral, los estereotipos de género no varían. Y son universales.

Uno de ellos es dar por hecho que las mujeres son personas sociables y cariñosas que se interesan por los demás; los hombres, sin embargo, son agentes que toman las riendas, logran resultados, afrontan conflictos y no dejan que las emociones interfieran en su pensamiento. Son creencias que deseamos encajar a toda costa en la política.

Al político se le exige simplemente que esté cualificado para el cargo. No importa si se sienta correcto, si se peina a un lado o al otro o si llegó al cargo con o sin padrino. La mujer, en cambio, es evaluada con estándares mucho más elevados. Necesita mayores credenciales para ser vista de igual a igual y recibe castigos más severos por sus errores. Hay, además, un escrutinio, a veces insufrible, sobre su vida privada, su vestimenta o sus gestos.

Es una realidad a la vista de todos, aunque también en esto hay perspectiva de género. Según una encuesta de YouGov Omnibus, casi la mitad (46%) de las mujeres afirma que las políticas se rigen por estándares más altos, mientras que menos de un tercio (28%) de los hombres lo ve así. Fijémonos en Yolanda Díaz. El sexismo le azuza por muchos flancos. Por su tono de voz, por no haber sabido unir a la izquierda (¿a qué otros líderes se les aplicó tal presión?), por no marcar distancia física con sus colegas masculinos y, muy especialmente, por su imagen. Desde su llegada al Gobierno, es costumbre desviar el foco hacia su estética, tomándola como parte de una estrategia política ladina. El tropo machista más simplón.

La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz.
Javier Cuadrado

Ni por azar ni por virtud, nunca se acierta. A Francina Armengol, presidenta del Congreso la desaprobación le viene por vestir demasiado informal. En el caso de Díaz Ayuso, el ataque raya en la misoginia más burda, especialmente en redes sociales y viñetas satíricas, donde se ha sexualizado su imagen.

Otro sesgo es la maternidad. En general, sus vidas privadas son objeto de atención desproporcionada si se compara con los hombres. En 2017, cuando Jacinda Ardern anunció su candidatura a primera ministra de Nueva Zelanda, su nombre junto a la palabra “baby” disparó las búsquedas en Google. La posibilidad de embarazo habría sido suficiente para dinamitar sus aspiraciones. Cuando llegó al poder, con 37 años, el economista Gareth Morgan tuiteó que debería demostrar que era algo más que “una barra de labios en un cerdo”.

Un año más tarde, nació su hija Neve y los comentarios se hicieron más directos: “Debería quedarse en la cocina”. Su paso por la política cubrió todo el arco de machismos que uno pueda imaginar, incluidas las burlas por su físico. En 2022, en un encuentro con su colega finlandesa Sanna Marin para hablar de tecnología, se le preguntó si el propósito estaba relacionado con ese tipo de cosas que tenían en común, como la edad “y eso”. Ardern respondió irónica: “¿Alguien ha preguntado alguna vez a Barack Obama y John Key si se conocieron porque tenían una edad similar?”.

Este modo de simplificar el discurso ocurre también en España. De nuevo, Ayuso se sitúa en el foco por sus propuestas: “Son chorradas con las que están transformando al país o debates estériles que nadie ha pedido”. Ardern, por cierto, fue la líder mejor posicionada del mundo que frenó la Covid-19 y destacó por su visión humanista de la política, un liderazgo efectivo y su buena gestión. Sin embargo, hastiada, anunció repentinamente su dimisión en 2023. En cuanto a Ayuso, basta con mencionar su mayoría absoluta y las cuotas de apoyo alcanzadas.

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, durante la segunda jornada del Congreso del PP.
EFE/ J.J. Guillén

A la mujer se la juzga con lentes de género tanto en el entorno político como mediática y socialmente. Se le exige un chorretón de cualidades, siempre en su justa medida. Brillar sin eclipsar; ser fuerte sin perder feminidad; ser femenina, pero no sexy; independiente sin dejar de mirar al hombre; pulcra sin ser llamativa. Espalda recta, dicción correcta, gesto natural, respuesta segura y el apretón de manos en sentido vertical y con la presión exacta, ni efusivo ni débil.

El uso de la imagen como forma de comunicación política ha acabado usándose como arma de doble filo. Forma parte del lenguaje de un líder, pero el juicio tiende a torcerse hacia el lado femenino de forma poco favorable. Y volvemos a ese turbio término medio que se impone. Ni gorda ni flaca ni todo lo contrario; maquillada, pero cuidando las sombras; humana, pero con control. Hasta su sudor en plena ola de calor se convierte en motivo de linchamiento verbal. ¿Y los hombres? Lo hemos visto en los debates televisados: es fruto del nerviosismo humano. ¡Pobres!

El sexismo es un aquelarre transversal y ajeno al color político. Por un motivo u otro, todas las políticas acaban cayendo a la hoguera. Una de las mayores burladas ha sido Pilar Alegría después de conocerse la famosa noche en el Parador de Teruel durante un viaje institucional. Pocas veces hemos asistido a una campaña similar de “machismo repugnante e intolerable”, como ella definió. Fue humillada con comentarios sobre su vida sexual e insultos sexualizados y degradantes como “puta”, “zorra” y otros más soeces.

El objetivo de estos ataques es definir a la mujer como líder poco inteligente, poco confiable, excesivamente emocional o demasiado libidinosa para ocupar un cargo. Las redes sociales amplifican su efecto. En Estados Unidos, según publicó The New York Times, inmediatamente después de la selección de Kamala Harris como vicepresidenta en el Gobierno de Joe Biden, se compartieron afirmaciones falsas en X hasta 3.000 veces por hora.

Como ella, muchas mujeres en política sufren acoso en redes sociales, ataques personales o sexualizados y descalificaciones que no se aplican a los hombres. No es descabellado pensar en ello como una táctica disuasoria. Una investigación en la Universidad de Nueva York ha descubierto un doble sesgo que impide su acceso al liderazgo político. “Los votantes son poco propensos a apoyar a las candidatas si creen que es improbable que gane, independientemente de su preferencia personal. Una vez que asumen que esa candidata se verá perjudicada por estar sometida a juicios sexistas y estándares de evaluación más rigurosos, considerarán que será un voto inútil”. Es una dinámica que se alimenta a sí misma.