¿Qué pasa en la mente, el corazón y el alma de una joven que siente la llamada de Dios? ¿Qué pasos da, qué camino comienza? ¿Cómo lo afronta su entorno, especialmente su familia? En el Festival de San Sebastián, donde las luces suelen brillar sobre lo terrenal, Alauda Ruiz de Azúa obró un pequeño milagro. Los domingos, su nueva película, ha logrado lo que pocas veces ocurre en el cine contemporáneo: poner de acuerdo a creyentes y no creyentes. La cinta, que suena como una de las favoritas para los Premios Goya tras alzarse con la Concha de Oro y el Premio Signis a Mejor Película, aborda la vocación religiosa desde el respeto, la duda y la ternura, sin caer en caricaturas ni misticismos. Y lo hace con el mismo pulso íntimo y luminoso con el que la directora bilbaína filmó Cinco lobitos: desde los afectos, desde lo humano.
La crítica ha coincidido en algo poco habitual: Los domingos es una obra de madurez y honestidad, una película que mira lo invisible y lo cotidiano con idéntico asombro. Su retrato de una joven que siente la llamada de Dios, y de una familia que intenta comprenderla, abre una conversación inesperada en el cine español. Ruiz de Azúa no se posiciona: plantea preguntas, deja espacio al espectador, confía en su inteligencia. Su cámara observa con respeto, filma con precisión documental los rituales de un convento, la vida doméstica, los silencios de una casa. Todo late bajo una misma pregunta: ¿en qué creemos cuando creemos?
La directora reconoce que el germen del filme nació de una historia real: una amiga que quiso hacerse monja y el terremoto emocional que provocó en su familia. A partir de ahí, Los domingos se convierte en una indagación sobre la fe, la herencia, el amor y la libertad. En una sociedad que desconfía de lo espiritual, Ruiz de Azúa elige mirar con curiosidad y sin ironía; mostrar cómo lo sagrado y lo material se entrelazan, cómo la fe —como el amor— también se hereda, se discute, se pierde o se recupera. Su cine, otra vez, habla de lo invisible: de las mujeres que sostienen el mundo, de las familias que se rompen intentando mantenerse unidas, de la dulzura y el dolor de seguir creyendo.

Tus películas, más que obras cerradas, parecen siempre una invitación al diálogo. En Los domingos también se percibe ese respeto absoluto por el espectador, esa confianza en su inteligencia. No le dices lo que debe pensar, sino que le dejas espacio para interpretar. ¿Es una intención consciente?
Qué bonito que digas eso. Sí, creo que si algo define realmente a la película es precisamente que no intenta imponer una lectura. Plantea preguntas que considero interesantes y profundas, tanto sobre los ritmos de la vida como sobre cómo los habitamos. Pero también he intentado que exista ese espacio de posibilidad, de viaje, de reflexión para el espectador.
Y ahora, con los primeros pases y preestrenos, lo más hermoso está siendo comprobar que el público lo recibe así, que se permite hacer ese viaje y, además, lo agradece. Creo que hay un placer en poder construir la propia lectura de lo que ocurre en la pantalla.
Entre otros temas, Los domingos es una película sobre una vocación religiosa, algo que quizá desconcierta o sorprende. ¿De dónde nace tu interés por este tema? Tuviste una amiga que inició ese camino, pero ¿por qué querías explorarlo ahora, desde la madurez?
Es cierto que la primera semilla nace de ahí, de una amiga que decidió seguir una vocación religiosa. Pero cuando continué investigando, lo que realmente despertó mi curiosidad fue descubrir que, muchas veces —no siempre, pero sí con frecuencia—, este tipo de decisiones generan conflicto dentro de las familias: enfrentamiento, rechazo o el deseo de intentar quitarle esa idea de la cabeza a la chica que siente la vocación.
De alguna manera, ahí empecé a ver la película. Más allá de la curiosidad inicial por el tema religioso, comprendí que lo que tenía entre manos era el viaje de una familia enfrentándose a algo que no esperaba. Y ese conflicto me permitía hablar también del universo familiar, de esa institución que es la familia y de sus dinámicas más profundas.
La familia es uno de tus grandes temas. Está muy presente en Cinco lobitos, en la serie Querer y también en Los domingos. Como dice Sara Mesa, la familia puede ser un lugar profundamente asfixiante…
Sí, totalmente. Siempre hablamos de la familia en positivo, como ese espacio de amor o refugio, pero también puede ser un entorno pequeño donde pasan muchas cosas que no se dicen. Hay silencios cargados, resentimientos enquistados, asuntos que se pudren sin resolverse. Y para mí resulta muy interesante cuestionar ese relato idealizado de la familia como el gran refugio o el lugar de los grandes afectos, porque a veces lo es, pero no siempre.
Ese otro relato, el de la familia como un territorio más complejo o incluso doloroso, casi nunca se cuenta. Creo que cuando eres joven, niño o adolescente, llega un momento en el que intentas comprender de verdad cómo es tu familia; no la que te han contado, ni la versión que ellos mismos se repiten, sino quiénes son realmente. Y luego está esa parte que, como narradora, me resulta muy estimulante: la obsesión de las familias por mantenerse, por sostener las rutinas, las comidas de los domingos, las comuniones, todos esos rituales que se repiten incluso cuando ya no hay nada que decirse… o cuando decirlo sería todavía peor.
La familia, como institución, también puede implicar un salto de fe. Es una relación en la que no siempre hay certezas. En la película vemos un matrimonio con sus momentos complejos y sus propios rituales, casi en paralelo con el mundo religioso. ¿Te interesaba explorar esa idea de creer, de apostar por algo sin saber si es real o duradero?
Sí, muchas veces, cuando explicaba la película, hablaba precisamente de eso: de que todos necesitamos creer en algo. De algún modo, todos hacemos nuestras apuestas de fe, esos saltos al vacío en cosas que no sabemos si son realmente ciertas o no. En Los domingos esa idea se explora a través de distintos planos: por un lado, la apuesta por mantener una familia tradicional; por otro, la relación entre Maite y Pablo, una pareja de cuarenta y tantos que atraviesa una crisis matrimonial.
Y ahí surge la gran pregunta: ¿hasta dónde estás dispuesto a apostar?, ¿hasta dónde tienes fe en eso, en esa relación o en esa estructura que has construido? Es un cuestionamiento íntimo pero también universal, porque creer no es solo algo religioso: tiene que ver con la forma en que sostenemos los vínculos y los espacios que amamos, incluso cuando ya no estamos seguros de por qué lo hacemos
En la película hay una tensión constante entre lo material —la herencia de la casa— y lo espiritual —la vocación de Ainara—. Entre la estructura física que sostiene a una familia y su fragilidad emocional. ¿Crees que vivimos de espaldas a esa dimensión más trascendente o espiritual, o que en realidad se entrelaza con lo cotidiano?
Quiero pensar que esa dimensión más existencial o espiritual siempre está con nosotros, aunque a veces quede eclipsada por lo material o lo urgente. Todos entendemos, de alguna manera, que somos algo más que lo inmediato, que lo que se ve. Y me parece muy interesante lo que planteas, porque es cierto que pueden parecer dos mundos ajenos —el espiritual y el terrenal—, pero en realidad están profundamente conectados. En Los domingos ambos están atravesados por lo afectivo: lo material nunca es solo material, tiene un valor simbólico y emocional; y lo espiritual o lo religioso tampoco es solo trascendencia, también tiene que ver con los vínculos, con lo que sentimos o dejamos de sentir.
En ese sentido, los afectos son el hilo que une esos dos planos. Incluso los espacios materiales —las casas, las habitaciones, los objetos— están impregnados por las emociones de quienes los habitan. Por eso los espacios, en la película, también son esenciales: hablan de las personas tanto como sus palabras o sus silencios.
En la película, tanto la casa familiar como el monasterio tienen un valor físico y simbólico. Me ha sorprendido que las escenas de la vida monástica sean tan reales: no vemos un convento medieval, sino un espacio cotidiano donde las monjas viven rodeadas de lo material, de lo doméstico, de lo físico. De hecho, abren un cajón y sacan platos de Duralex, lo que muestra una vida muy concreta y terrenal. ¿Cómo fue el proceso de encontrar ese equilibrio y de trabajar las localizaciones?
Sí, eso me interesaba mucho. Siempre busco el rigor en lo que hago. Por ejemplo, en Querer rodamos en una sala judicial real y contamos con asesores judiciales; quería aplicar el mismo principio aquí. Cuando encontramos un convento de clausura auténtico, que además acababa de pasar a manos del Gobierno Vasco y por tanto se podía rodar allí, fue como cumplir un sueño: estar lo más cerca posible de esa vida real que quería retratar.
Intento ser lo más rigurosa posible, y lo único que nos inventamos fue el nombre de la orden, por una cuestión de respeto y también de legalidad. Pero todo lo demás —el espacio, las liturgias, la rutina del convento— está basado en realidades documentadas. Uno de los retos de la película era precisamente ese: mostrar cómo es una vocación religiosa y cómo se vive en un convento en 2025. Por eso me parecía fundamental mantener una mirada casi documental, sin idealizar ni estilizar en exceso, mostrando lo espiritual desde lo cotidiano, desde los objetos y gestos más sencillos.

Para tratar un tema tan delicado como la vocación religiosa, especialmente en su dimensión más íntima y espiritual, ¿consultaste con alguien dentro de la Iglesia o con personas que vivan de cerca esta experiencia?
Sí, para construir esas escenas fue necesario un trabajo de documentación muy cuidadoso. No quiero desvelar en detalle todo lo que hice durante el proceso de investigación, por una cuestión de discreción, pero sí puedo decir que tanto en la escritura como en el trabajo con los actores hablamos con personas que realizan direcciones espirituales: sacerdotes, religiosos, o personas que han vivido ese acompañamiento de cerca. Nos inspiramos en conversaciones reales, en testimonios muy concretos.
Había por mi parte una voluntad clara de ser rigurosa, sobre todo porque era un mundo que me resultaba ajeno. El reto estaba en entender cómo funciona realmente ese tipo de relación y en trasladarlo a la película con realismo, con respeto y sin caricaturas.
¿Y este acercamiento te ha cambiado en algo a nivel personal? ¿Tu relación con la fe o con la Iglesia ha evolucionado después de todo este proceso?
Creo que sí. He aprendido, por ejemplo, que dentro de la sensibilidad religiosa hay muchos matices, muchos grises, muchas formas de vivir la fe. Cuando comencé el proyecto tenía en la cabeza algunos estereotipos, pero al hablar con personas creyentes y escuchar sus experiencias descubrí una enorme diversidad, distintos grados de relación con lo espiritual y distintas etapas vitales.
También me impresionó comprobar de cerca el consuelo tan real que algunas personas encuentran en la fe o en la vocación. Entendí que esa sensación de paz y esperanza es muy auténtica, y que es difícil negarle eso a alguien cuando lo vive de verdad.
Sin revelar el desenlace, la escena final tiene un peso emocional muy grande. Cada personaje parece haber tomado un camino distinto, y el último plano, centrado en Maite —la tía de la protagonista—, resulta muy revelador. ¿Por qué decides cerrar la película con ella y no con Ainara?
Siempre pensé Los domingos como el viaje de una familia. A medida que me adentraba en la historia me di cuenta de que, más allá del tema de la vocación religiosa, la relación más importante era la que se establecía entre la tía y la sobrina. Son dos personajes con visiones del mundo opuestas —una profundamente racional, la otra en búsqueda de lo trascendente—, pero unidas por un afecto real.
Esa relación está llena de ternura y de conflicto, y creo que ahí se juega el núcleo emocional de la película. Por eso el final me llevó de forma casi instintiva a cerrar con ellas: porque encarnan los dos extremos de una misma búsqueda, la necesidad de creer y de amar, aunque cada una lo haga desde un lugar distinto.