Decadencia de la plataforma

Guerra abierta contra Spotify

Entre subidas de precios, sanciones opacas a artistas y algoritmos que moldean el gusto colectivo, Spotify se consolida como una infraestructura cultural inevitable, tan criticada como ineludible.

Guerra contra Spotify.
KiloyCuarto

Spotify no se hunde. Ni siquiera se tambalea. Al contrario: muta, se endurece y adquiere cada vez más un perfil de infraestructura imprescindible, un leviatán cultural que maneja a placer los hilos del consumo musical. La plataforma sueca se ha convertido en algo parecido a la electricidad: invisible hasta que falla, pero omnipresente en la vida cotidiana de cientos de millones de personas. De ahí que, aunque se acumulen motivos para la indignación —ética, política, precariedad artística, abusos sistemáticos—, los efectos de esa resistencia resultan mínimos. El hábito se convierte en dependencia y la dependencia neutraliza cualquier amago de boicot. La “mierdificación” de Spotify, como muchos la llaman ya en clave de meme, se consolida sin oposición real.

El primer síntoma es económico. En septiembre de 2025 la compañía ha aplicado su segunda subida de precios en apenas dos años. El plan Premium Individual, el más extendido, pasó de 10,99 a 11,99 euros en Europa, mientras que las modalidades familiares, dúo y estudiante también incrementaron sus tarifas en proporciones similares. Spotify lo presentó como un ajuste necesario para “seguir innovando” y “mejorar la experiencia del usuario”. La realidad es que la empresa viene de celebrar resultados récord: en el segundo trimestre de este año reportó un crecimiento interanual del 11% en usuarios activos mensuales, hasta alcanzar los 696 millones, y del 12% en suscriptores de pago, hasta situarse en 276 millones. Los ingresos también subieron un 10%, hasta los 4.190 millones de euros. Cada aumento de precio se traduce, paradójicamente, en un salto en la cotización bursátil, aunque los músicos que nutren la plataforma apenas perciben las migajas de ese festín.

Bad Bunny
La estrella de reggaetón Bad Bunny.
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La política de control se ha extendido también a los hábitos de consumo. A partir del 26 de septiembre, Spotify endurecerá las condiciones de suscripción: las cuentas familiares estarán obligadas a demostrar que todos sus miembros residen en el mismo domicilio y se prohibirá la contratación de planes en países con tarifas más bajas, una práctica común para esquivar los precios europeos. El margen de maniobra de los usuarios se reduce, el coste aumenta y el cerco se cierra. Es el modelo clásico de las grandes plataformas: una vez consolidada la dependencia, se eliminan las escapatorias.

Pero el conflicto más hiriente para la comunidad artística no se encuentra en el precio, sino en la forma en que la empresa gestiona las regalías. Desde hace meses se multiplican las denuncias de artistas a los que Spotify y sus distribuidores han sancionado por supuestas prácticas de “streaming artificial”. La definición es amplia y vaga: se trata de reproducciones generadas por bots, bucles automáticos o servicios de promoción dudosos que inflan artificialmente las cifras de un tema. Sin embargo, la opacidad del proceso deja a muchos músicos indefensos. Algunos descubren deducciones en sus balances o cargos negativos bajo el concepto de “fraud fees” sin saber qué acción exacta desencadenó la penalización. El resultado es perverso: para quienes apenas ingresan unos pocos euros al mes, cualquier sanción devora las migajas que sostienen su presencia en la plataforma.

Es una paradoja: mientras los músicos sufren recortes invisibles y cada vez más reglas restrictivas, Spotify refuerza sus cuentas, amplía sus mercados y se presenta como garante de la legalidad. El beneficio fluye hacia accionistas y fondos de inversión, no hacia quienes sostienen el catálogo. Daniel Ek, el CEO que ha invertido parte de su fortuna en la industria armamentística, se ha convertido en un símbolo de esta contradicción: una figura que se enriquece a costa de la precariedad estructural de quienes producen la música que escuchamos.

Trucos de Spotify Wrapped 2024 - Sociedad
Un smartphone con el logo de Spotify y, al fondo, la aplicación de PC abierta
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La otra gran sombra es cultural. Desde hace años circulan acusaciones sobre la proliferación de “artistas fantasma” en playlists de la propia plataforma: proyectos creados ad hoc, a menudo con canciones de baja calidad, generadas incluso con inteligencia artificial o subcontratadas a productores anónimos, para rellenar listas de reproducción y abaratar costes de licencias. Se trata de un relleno barato que desplaza a artistas reales y que erosiona el ecosistema de descubrimiento. La ilusión de una elección infinita se transforma en un espejismo: el usuario cree que decide, pero en realidad consume lo que Spotify quiere que consuma. El algoritmo filtra, orienta y manipula las preferencias de millones de oyentes, consolidando un monopolio cultural disfrazado de libertad.

El caso Spotify es un laboratorio del capitalismo de plataformas. Funciona porque ofrece comodidad, automatización y un flujo constante de música que se integra en la rutina diaria de la gente. Como abrir un grifo de agua corriente, como encender la luz de la cocina. Nadie se plantea cerrar el suministro, aunque deteste a la empresa que lo gestiona. Esa dependencia es la que asegura que los berrinches individuales, los memes colectivos y las campañas de boicot terminen neutralizados. La crítica se convierte en un ruido de fondo que Spotify absorbe sin daño.

El fin de Spotify, por tanto, no debe entenderse como un colapso inminente, sino como el fin de ciertas ilusiones. La ilusión de que el oyente controla lo que escucha. La ilusión de que el artista independiente puede prosperar en igualdad de condiciones junto a las grandes discográficas. La ilusión de que el descubrimiento musical responde a la pasión y no a la ingeniería de algoritmos orientados al beneficio. Lo que muere es la idea de Spotify como espacio cultural abierto y justo. Lo que nace es su consolidación como torre de control en la economía de la atención, un oligopolio que dicta reglas, impone precios, distribuye premios y castigos y, sobre todo, se presenta como inevitable.

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