Sin duda una de las actrices más importantes de finales del siglo XIX y comienzos del XX, Sarah Bernhardt irradiaba tal magnetismo sobre el escenario que, según se comenta, era capaz de provocar desmayos entre quienes acudían a verla actuar. Se la considera pionera en el arte de la celebridad, y contó a numerosos artistas e intelectuales de la belle époque entre sus incontables amantes. También rompió moldes por varios otros motivos: fue la primera mujer que dejó de usar el corsé; mantuvo romances con hombres mucho más jóvenes que ella y también con mujeres, y fue madre soltera; se la considera la primera en hacer publicidad de marcas y en someterse a cirugía estética; interpretó personajes masculinos, reescribió obras a su medida y hasta dirigió un teatro; además, fue una de las primeras actrices teatrales en aparecer en los películas mudas y, incluso después de perder una pierna gangrenada a causada del exceso de alcohol y tabaco, continuó actuando hasta su muerte en 1923.
La suya, pues, fue literalmente una vida de película. Sin embargo, debido a los numerosos elementos ficticios que ha introducido en él, el director Guillaume Nicloux se resiste a definir su nuevo largometraje, La divina Sarah Bernhardt, como un biopic propiamente dicho. Su peripecia argumental arranca en 1915, en un momento en el que, mientras los papeles comienzan a escasear para la actriz y su legión de admiradores, benefactores y amantes empiezan a fijarse en intérpretes más jóvenes, los médicos le advierten de que quizá sea necesario amputarle la pierna. De ahí la narración se traslada a 1896, cuando Bernhardt se encuentra en la cúspide y las personalidades más destacadas de toda Europa acuden a su teatro en París para rendirle homenaje, antes de dar un salto temporal para contemplarla al final de su vida, mientras los fotógrafos se agolpan frente a su puerta y viejas disputas aguardan a ser resueltas. Entretanto, la película se sirve de flashbacks para repasar su relación apasionada y turbulenta con su amante de toda la vida, el actor Lucien Guitry, a la postre padre del genial director Sacha Guitry.
En general, Nicloux intenta usar el inconformismo y el rupturismo de Bernhardt -su oposición a la pena de muerte y el antisemitismo, su bisexualidad y su promiscuidad, su reivindicación de lo distinto y lo excéntrico- a modo de espejo frente al que cuestionar el estado de nuestra sociedad actual, cada vez más marcada por el resurgir de ideas intolerantes. A pesar de ello, y especialmente considerando que a lo largo de su filmografía se ha confirmado como un autor proclive a seguir las rutas narrativas menos trilladas, resulta frustrante la falta general de interés del director en subvertir los códigos propios del cine biográfico. Después de todo, La divina Sarah Bernhardt se contenta con ofrecer una sucesión de escenas repetitivas de conflictos sentimentales trufadas de apariciones de personajes famosos, entre ellos Sigmund Freud y Emile Zola. Y, en en el proceso, la acción se desplaza de un lugar o un personaje al siguiente sin preocuparse realmente por la continuidad narrativa. La puesta en escena permanece en un estado deliberado de agitación con el fin de realzar los rasgos de su heroína, presentada como un personaje histérico, orgulloso, egocéntrico y manipulador
En realidad, la película se sostiene sobre dos pilares: el primero se compone del extraordinario sentido del detalle que exhibe su escenografía -especialmente la de la abigarrada vivienda de Bernhardt, llena de animales exóticos, terciopelo y jarrones- y su capacidad para deslumbrar a través de los vestuarios y las pelucas, que nos sumergen en el microcosmos bohemio de la París de la época; el segundo no es sino la actriz Sandrine Kiberlain, enfrentada al reto dar vida a una personalidad ultranarcisista, profundamente ciclotímica y proclive al histrionismo y la grandilocuencia incluso cuando no tiene público. Su interpretación a largo de la película es como la de una equilibrista que intenta hacer aparatosas piruetas sobre un alambre que está constantemente a punto de romperse. Es un trabajo actoral instalado en la exageración y, por tanto, habrá quien lo considere agotador, pero ningún otro enfoque al respecto habría hecho justicia a tan singular personaje.