Las listas de los mejores filmes del año son tan tradicionales por Navidad como la descongelación de Mariah Carey, las discusiones sobre le grande bouffe de turno o el sinnatismo que sustituye por un mes al sincebollismo. Hay locos que, incluso, celebran el nacimiento de Jesucristo. Vamos con otra más.
El año pasado por estas fechas publiqué un artículo titulado Cosas por las que valdría la pena seguir amando el cine en 2025, homenajeando el arranque de la inmortal joya de Woody Allen, Manhattan, en el que intenté una previsión academicista de las grandes producciones que se nos venían encima este año: blockbusters, cine patrio, de autor o festivalero. Pues bien: no di ni una. Los caballos ganadores que apunté, guiado por la ortodoxia crítica y por el marco teórico de las narices, resultaron ser pencos rocinantes, aunque esto solo lo leerás por aquí: el Frankenstein de plastidecor de Guillermo del Toro, El cautivo de Alejandro Magno, Mickey 17 del todo sospechoso Bon Joon-ho, Maria Callas de Angelina Jolie, perdón, de Pablo Larraín y, por encima de todas, el desastre temático y narrativo de Paul Thomas Anderson y su juguetito ‘indie’ de 200 millones de dólares, titulado Una batalla tras otra, ¿obra? que, sin duda, encabezará el oficialismo de las mejores películas de 2025. Por descontado, las que, a la postre, más han permeado mi alma y me han dado la dosis extra de mandanga para “poder seguir amando el cine”, ni aparecían en ese listado.
Además de las listas, hay otro mantra cinematográfico que se repite con una insistencia machacona y ajoarriera desde que a los Lumiére les dio, un 28 de diciembre de hace 130 años, por mover la manivela, que es aquel que reza “este año ha dado una excelente cosecha de películas”, como si el arte cinematográfico fuera La Rioja Alavesa y las pelis las hicieran ingenieros agrónomos, Por suerte, muchas veces es así, y solo puede verse en perspectiva (las películas son esponjas que crecen o merman con el tiempo). Pero, desde luego, 2025 no ha sido uno de esos años, por desgracia. Aun así, hemos tenido unas cuantas buenas botellas, con cuerpo y aroma, pero ya te aviso que ninguna de estas denominaciones de origen vas a degustarlas en otra cata que no sea esta, punki y esquinada.
Y para desmontar el último proverbio y guardar el disfraz de Mr. Scrooge, esto de las “mejores” películas del año es tan presuntuoso y subjetivo como que te gusten las luces de Navidad de Vigo, la fruta escarchada (aunque esto se soluciona con la edad y para bien) o “ir de belenes” (y me refiero al nacimiento). En el cine, este adjetivo comparativo se usa a destajo en el sofrito crítico, pero es tremendamente indigesto. La tendencia al hype y al asombro infantil (capacidad de fascinación lo llaman) de los estudiosos y teóricos de este oficio es tan visceral como perfecta candidata a la vergüenza ajena. Baste con tirar de hemeroteca cinematográfica para observar las innumerables anchoas de nuestros críticos que el tiempo, ese monstruo, ha pisoteado sin miramientos. Con lo cual, y para que no me pase lo mismo, te contaré cuáles han sido mis películas “favoritas”, tres, que tampoco es cuestión de empacharse tan pronto. E, insisto, este es el listado apócrifo, puesto que ninguna de ellas va a aparecer en el BOE del cine. Son una norteamericana, una francesa y una española, como el chiste:
Por todo lo alto (En Fanfare, Emmanuel Courcol)
Sí, ya sé que la traducción es horrible -encargué a un Blade Runner ajusticiar al que traduce los títulos y se ve que ha caído en un pozo de Estocolmo-, aunque merece estar aquí por muchas razones, pero, básicamente, por su luminosidad fílmica: harto me hallo de tanto cine rough, crudo y neo-neorrealista y esta película es disruptiva en ese sentido. Tomando como corpus un relato desolador (cáncer, desarraigo, conciencia de clase) que los amiguitos norteños, Von Trier, Vinterberg, no digamos ya Fassbinder, hubieran convertido en una horca calvinista, la historia de los hermanos Thibuaut y Jimmy se aleja del melodrama mortuorio para cegarnos con el flexo humanista de John Ford, pero más mediterráneo que continental. El camino vital de este director de orquesta contiene música audiovisual y uno de los finales más hermosos que yo recuerdo. Para los melómanos y amantes del ser humano en general.

Romería (Carla Simón)
La mejor – ¿ves?, ¡ya me he transmutado en crítico! – película española del año de largo (perdona Alauda), es el tercer álbum Hofmann de Carla Simón. Un ejercicio de meta diálogo en dos vertientes: la primera, con su propio arte. La directora catalana ha corregido la mirilla errática de sus primeros filmes, ha agarrado con fuerza los pinceles que le ofrece el cine y ha creado un enorme fresco personal basado en dibujitos anteriores (Verano del 93 y Alcarrás) centrado en la historia de la opción fundamental de Marina (sosias de Simón) y saturado de vibrantes colores, narrativa sincopada, saltos temporales y contraste entre realidad y ensoñamiento; y la segunda, porque regresa a las postales de una vida, la suya, de cine, pero no para bien, para explicarse con el lenguaje que Griffith y el montaje intelectual soviético le regalaron, a ella y a su familia. Una privilegiada. Y lo digo porque a los demás nos falta el talento para ello. La vida es así, como diría aquel: si te tapas la cara te destapas los pies. Alguien debería escribir un ensayo sobre ella. Para los que creen que el cine es la mejor y más compleja de las artes.

Una casa llena de dinamita (A House of Dynamite, Kathryn Bigelow)
Por último, y por respeto reverencial, entra aquí como un misil balístico la obra cumbre (que ya es decir) de la veteranísima Kathryn Bigelow, uno de los mejores cineastas, así, sin género, de los últimos treinta años. Una casa llena de dinamita supone, además de una admirable lección de narrativa audiovisual, en la mejor tradición de la escuela estadounidense y una clase magistral del manejo del punto de vista en el cine, una reflexión -esperemos que no testamento-, sobre la propia naturaleza de su obra y del alma humana. Aquí no hay violencia explícita, no hay explosiones, ni vísceras, ni obuses. Todo está en el subtexto, sugerido, no mostrado y ya contado en su ejemplar filmografía. Una película para ver una y otra vez y aprender cómo se hace esto que inventó Méliès. Para los amantes del cine con escuadra y cartabón, pero inyectado de carne trémula.

P.D. Se han quedado unas cuantas ahí, ahí, pero no conviene abusar. Lo mismo el año que viene ganan el Razzie y quedo tan mal como los críticos y sus listas de las “mejores”, en la “mejor” cosecha de los últimos años. Menudo empacho.

