Sin superar aún la resaca de la boda de Cayetano Martínez de Irujo y Bárbara Mirjan, los cuerpos aguantan aún un rato más en Sevilla, ahora para honrar la memoria de Cayetana de Alba, cuyos restos reposan en el mismo altar, el de la iglesia del Cristo de los Gitanos, donde ayer su hijo dio el sí quiero a su ya flamante esposa. La duquesa se casó un 5 de octubre de 2011 en el Palacio de las Dueñas, entre historia, arte, nobleza y jardines, con Alfonso Díez. Ella tenía 85 años; él, 61.
El día amaneció radiante en la ciudad como si quisiera bendecir este amor rebelde que desafió a las convenciones. El amor era tan urgente como auténtico. A partir de los ochenta, el tiempo concede ya pocas prórrogas y los novios necesitaban la intensidad del presente, una declaración que iba más allá de este rito social. Cayetana desarmó a su propia gente con esta boda, pero priorizó su deseo de ser feliz. “He estado sola con este proyecto y solo he encontrado opiniones en contra, hasta que se han dado cuenta del calibre de hombre que es Alfonso”, declaró antes del enlace.
Victorio & Lucchino y un guiño a Sevilla
La novia llegó acompañada por su hijo mayor, Carlos Fitz-James Stuart, actual duque de Alba. Vestía un diseño de estilo romántico de los sevillanos Victorio & Lucchino, en color rosa empolvado con volantes suaves como los pétalos de un clavel marchenero, y unos jazmines bordados. En los pies, unas manoletinas de encaje y gasa del mismo tono. Cada una de las joyas escogidas daban cuenta de su rango y de la historia de su linaje: un brazalete de brillantes regalo de su madrina, la reina Victoria Eugenia; una pulsera de brillantes obsequio de su primer marido, Luis Martínez de Irujo; y unos pendientes de dobles lágrimas de brillantes, aval de su sobria nobleza.
El novio apareció puntual del brazo de su madrina de boda, Carmen Tello, con su habitual forma de andar elegante, pulcro y algo corvo. Se mostró tranquilo, con ese aire de caballero clásico que ya conocimos durante el noviazgo. A su lado, la madrina, amiga íntima, confidente y portavoz de este matrimonio desigual e inesperado, caminaba con el orgullo de quien ve al fin que han sido escuchados sus ruegos.
Con su actitud elegante y siempre favorable a la pareja, Carmen ayudó a contrarrestar los prejuicios y a desmentir rumores sobre los intereses ocultos del novio. Fue la primera en descubrir la alegría y las ganas de vida que Alfonso devolvió a la duquesa en sus últimos años. No era un capricho, pero, aunque lo hubiese sido, nadie habría podido impugnar nada a esta mujer, catorce veces Grande España, que combinó con exquisitez su aire bohemio con los 46 títulos nobiliarios que ostentó.
Carmen Tello se hartó de decir que Alfonso le hacía bien a la duquesa, actuó como puente entre la pareja y el sector malpensado de la alta sociedad. De los hijos se ocupó la propia Cayetana, que les cedió gran parte de la herencia para calmar cualquier sospecha o tensión. El tiempo le fue dando la razón a Alfonso, siempre discreto y educado.
La ceremonia religiosa fue oficiada por el sacerdote Ignacio Jiménez Sánchez-Dalp, “el curita”, como le llaman. Fue el confesor de la duquesa y también el que celebró su funeral. Fue un acto privado, con unos cuarenta invitados y la ausencia de sus hijos Jacobo, molesto con las declaraciones que su madre había hecho sobre su mujer Inka Martí, y Eugenia Martínez de Irujo, ingresada con varicela. Tampoco asistieron tres de los seis hermanos del novio.
Primer baile nupcial
Exultante, Cayetana salió después del palacio del brazo de su tercer marido para agradecer las muestras de cariño de los sevillanos, que ese día se echaron a la calle con sus mejores galas. Sobre la alfombra roja, se despojó delicadamente de sus manoletinas y bailó al son de la música flamenca con un leve balanceo con las manos y un sutil movimiento los volantes del vestido. Entre voces de “vivan los novios” y “guapa”, lanzó el ramo de flores. Era su particular baile nupcial. Aquel día se transformó en una cifra, 51011, una de las más demandas ese año en la Lotería de la Navidad. No hubo premio, pero con ella se escribió una de las páginas más auténticas de la aristocracia española. Como protagonista, una mujer que impuso su libertad, reivindicó sus deseos por encima de las convenciones y ofreció una imagen más humana sin necesidad de deslucir la grandeza, autoridad y memoria histórica que ella encarnaba.