Hay algo profundamente humano -y profundamente femenino- en el gesto de advertir a otra sobre lo que nos ha dolido. “Ten cuidado con ese tipo”, “a mí me hizo ghosting”, “me controlaba todo lo que hacía”. Frases que durante siglos han viajado en charlas de amigas o en mensajes de madrugada. La diferencia es que ahora también circulan por una app.
Esa era la promesa de Tea, la aplicación viral que en Estados Unidos permitió a millones de mujeres compartir sus experiencias en citas y relaciones con hombres, a menudo con el objetivo de prevenir a otras.
Una especie de Yelp emocional, mitad diario digital y mitad buzón de quejas, envuelto en un lenguaje informal y feminista. Tea no era una red social convencional: era un espacio diseñado para el desahogo, la catarsis, y sí, la advertencia.
Pero lo que nació como un espacio de confianza ha terminado convertido en un escándalo. El pasado 25 de julio, la plataforma sufrió una filtración masiva de datos, con más de 70.000 imágenes y más de un millón de mensajes privados expuestos públicamente en foros como 4chan. El material incluía desde selfies usados para verificar perfiles, hasta conversaciones privadas que muchas mujeres compartieron en contextos de vulnerabilidad. El lugar seguro se vino abajo.

La empresa desarrolladora, con sede en San Francisco, explicó que el fallo provino de una base de datos mal configurada en Firebase -la plataforma en la nube que utilizaban-, y aseguró que ya están trabajando con expertos en ciberseguridad y con el FBI para contener el daño. Pero las consecuencias son difíciles de revertir, especialmente cuando afectan al corazón mismo del proyecto: la confianza.
Tea funcionaba gracias a una regla no escrita: la creencia de que, al otro lado, hay una red de mujeres que te escucha, que te cree, que no va a juzgar. La exposición pública de esos testimonios rompe esa red. Y no solo por el daño individual, sino porque reabre el debate sobre los límites éticos del feminismo digital.
¿Hasta dónde puede llegar una herramienta nacida del dolor compartido sin convertirse en un espacio de revancha o difamación? ¿Quién valida lo que ahí se dice? ¿Puede una app asumir el rol de tribunal emocional?
Las usuarias de Tea no son ingenuas. Muchas sabían que estaban entrando en un territorio gris, donde lo personal se mezcla con lo público y donde el empoderamiento convive con la posibilidad de error.
Pero también sabían que el silencio no era una opción. Tea fue para muchas mujeres un refugio frente a un modelo de citas que puede ser hostil, despersonalizado, y, a veces, violento. Fue una forma de cuidarse entre ellas. Hasta que dejó de serlo.
El escándalo también evidencia una realidad que se repite con demasiada frecuencia: las plataformas que dicen protegernos no siempre están preparadas para hacerlo. La tecnología puede ser una aliada del cambio social, sí. Pero cuando se construye sobre cimientos frágiles -código mal escrito, sistemas no cifrados, falta de supervisión-, la caída duele más.
En este caso, duele especialmente porque Tea no era una app más. Era un símbolo. Y como todo símbolo, cargaba con expectativas, deseos, frustraciones.
El feminismo digital, ese que se expresa en stories, hashtags y reseñas anónimas, también necesita reflexión, regulación y cuidado. No solo porque lo que está en juego es la privacidad. También porque está en juego la credibilidad de los espacios donde las mujeres se atreven a hablar.
El caso Tea es, en el fondo, una historia sobre los límites del poder compartido en red. Una historia que nos recuerda que lo que se sostiene entre muchas también puede venirse abajo si no se protege lo suficiente.