Tribuna

De Theodor Herzl a Gaza: la traición de un ideal

La propuesta de paz impulsada por Donald Trump marca un punto de inflexión en el conflicto, pero su viabilidad está sujeta a condiciones difíciles de cumplir por ambas partes

Palestina vs Israel - Internacional
Dos mujeres portan banderas de Israel y Palestina.
laSexta

Hace unas semanas, Donald Trump propuso un plan de veinte puntos con en el que pretendía poner fin a las hostilidades existentes entre Israel y Hamas; hostilidades que adquirieron una dimensión superior desde que el primero comenzó a ejecutar ataques contundentes sobre la Franja de Gaza en respuesta al sangriento atentado terrorista cometido por el segundo hace ya dos años. En un primer momento, Israel justificó sus maniobras bélicas por medio del artículo 51 de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el cual consagra el principio de legítima defensa. Sin embargo, pronto quedó claro que las condiciones estipuladas en la referida norma fueron abiertamente ignoradas. Es más, con el paso del tiempo, la Corte Penal Internacional emitió órdenes de arresto contra altos dirigentes israelíes y, más recientemente, la ONU declaró que la brutalidad de algunas de sus operaciones militares encajaba en la definición de genocidio establecida por la Convención para la Prevención y Sanción del delito de genocidio adoptado en el año 1948.

En este contexto de devastación y pérdida, la referida hoja de ruta propuesta por el mandatario norteamericano fue acogida de manera favorable por las partes beligerantes. Tanto es así que, la semana pasada, se alcanzó un acuerdo que –pocos días después– comenzó a dar sus frutos. La primera fase ha conllevado la liberación de todos los rehenes israelíes capturados por Hamás en octubre del año 2023. Paralelamente, los restos de cautivos israelíes están siendo progresivamente entregados a la Cruz Roja. No obstante, este proceso no sólo llevará su tiempo, sino que –además– existe la posibilidad de que no sea factible recuperar los 28 cuerpos de los rehenes que habrían muerto en los ataques o, posteriormente, en el transcurso de su cautiverio. De forma simultánea, se ha procedido a la devolución de palestinos muertos durante las intensas ofensivas bélicas israelíes, algunos de los cuales muestran signos de tortura y maltrato. Según los datos disponibles, el número de cuerpos que deben regresar a Gaza asciende a 360, lo que anticipa un proceso igualmente complejo y prolongado. Asimismo, se ha procedido a la excarcelación de dos mil palestinos detenidos. La mayoría han sido liberados al sur de Gaza; sin embargo, 154 han sido expulsados a Egipto, aunque se cree que este no será su destino final. Estos gestos que, sin duda, muestran cuán terrible y profundo es el conflicto en cuestión, poseen un valor más simbólico que transformador. Reflejan, en última instancia, la fragilidad de un proceso que parece orientado a contener la violencia más que a resolver sus causas estructurales.

Israel
Israelíes observan la franja de Gaza desde Sderot
Efe

Pasado este primer y delicado momento, las partes enfrentan ahora una situación especialmente espinosa, ya que la segunda etapa del plan contempla el desarme de Hamás. Una condición que, según parece, la propia organización no estaría dispuesta a aceptar. Ante este escenario, Donald Trump ha asegurado que promoverá el cumplimiento de esta medida por cualquier vía; ha insinuado, incluso, que podría recurrir a la fuerza si así fuera necesario. Conviene señalar que, de acuerdo con los términos del acuerdo, la retirada del ejército israelí se encuentra supeditada a que la anterior condición sea efectivamente satisfecha. Sin embargo, sin las necesarias garantías, es poco probable que Hamás acceda. Este tipo de demandas suelen ir acompañadas de contraprestaciones significativas que, en este caso, no parecen estar sobre la mesa. En este sentido, la solución de los dos Estados –durante décadas presentada como el horizonte más razonable para alcanzar una paz duradera– podría constituir un acicate sólido para que Hamás se pudiera ver motivado a actuar conforme al plan.

Gaza
Una niña gazató en plena destrucción en Ciudad de Gaza, tras el anuncio del alto el fuego
Efe

El intento de resetear la situación en Gaza ofrece, en teoría, una coyuntura idónea para replantear el conflicto y avanzar hacia soluciones estructurales de largo alcance como la mencionada en el párrafo anterior. Las condiciones actuales permitirían, al menos sobre el papel, reconfigurar un escenario que durante años se ha limitado a reproducir dinámicas de violencia y bloqueo. Sin embargo, nada sugiere que esa oportunidad vaya a ser aprovechada. La solución basada en la coexistencia de ambos Estados continúa siendo, en gran medida, una entelequia. El plan de Trump alude de forma vaga e imprecisa a la posibilidad de situar a Palestina junto a Israel en el mapa. De hecho, lo único que se detalla con cierto grado de precisión es que Gaza quedará bajo la administración de un comité palestino tecnocrático y apolítico sometido bajo la supervisión de un organismo internacional encabezado por el propio Trump. Este planteamiento representa más un mecanismo de control que un verdadero proyecto de soberanía. Resulta, pues, evidente la ausencia de una voluntad real de poner fin al conflicto. Es más, el actual cese de la violencia parece configurarse como una tregua frágil y provisional; como si se tratara de un débil paréntesis destinado a contener la tensión y, por supuesto, vulnerable al más mínimo desequilibrio que pueda producirse.

Convivencia y progreso compartido

Este estancamiento y la falta de voluntad de allanar el camino real hacia la paz contrasta con los ideales que dieron sentido al proyecto sionista moderno. En este contexto, cobra protagonismo una figura esencial de aquel movimiento: Theodor Herzl. Este singular personaje nacido en Budapest fue testigo del caso Dreyfus y de otras manifestaciones del antisemitismo que recorrieron la Europa de finales del siglo XIX. A raíz de ello, surgió su férrea convicción de que los judíos necesitaban un Estado propio donde vivir libres y seguros. Fue tachado de visionario y excéntrico, pero su propósito era inequívoco: ofrecer un refugio estable y digno al pueblo judío en Palestina (debe apuntarse que, en un momento dado, consideró la alternativa de ubicar a la comunidad judía en Kenia). La cuestión es que al hilo de esta aspiración plasmó la siguiente idea en uno de sus escritos: “Viviremos como hombres libres en nuestra propia tierra y moriremos en paz en nuestros propios hogares. El mundo será liberado por nuestra libertad, enriquecido por nuestra riqueza (…) y todo cuanto intentemos allí para nuestro propio bienestar repercutirá de forma poderosa y beneficiosa en favor de la humanidad.” Esa era su aspiración: convertir la vulnerabilidad del pueblo judío en un proyecto de convivencia y progreso compartido.

Herzl, mencionado en la Declaración de Independencia de Israel y reconocido oficialmente como “el padre espiritual del Estado judío”, publicó en 1902 Altneuland. Esta es su última obra literaria y en ella imaginó una patria sin ejércitos, guerras ni conflictos en la que árabes y judíos pudieran convivir en igualdad y prosperidad. Concretamente afirmaba que en el nuevo país “sería inmoral excluir a nadie (…). Porque estamos sobre los hombros de otros pueblos civilizados (…). Lo que poseemos se lo debemos al trabajo preparatorio de otros. Por ello, debemos saldar nuestra deuda. Solo hay una manera de hacerlo: mediante la más alta tolerancia”.

Coexistencia

El proyecto de Herzl concebía la coexistencia como base de la seguridad, no como su amenaza. Hoy, más de un siglo después, el Israel actual parece haber dado la espalda a esa visión humanista que inspiró los primeros sueños sionistas. Sumido en la lógica del enfrentamiento permanente, este país se ha alejado de la idea de coexistencia que alguna vez fue su fundamento moral. Israel debería volver la mirada a Herzl. Aún está a tiempo, pero –disculpen la redundancia– no hay más tiempo que perder.