En la tierra donde los montes guardan secretos ancestrales, donde el silencio a veces precede al estruendo de lo inesperado, se libra una batalla invisible. No es un incendio forestal -al menos no de inicio voraz-, sino una llama lenta y silenciosa: el abandono de la prevención.
En los últimos quince años, España ha reducido casi un 60% los recursos destinados a la prevención de incendios forestales. Este desplome presupuestario se ha repetido en buena parte del mapa autonómico, con recortes drásticos en regiones como Andalucía, Asturias y Castilla y León.
El contraste lo marcan comunidades como Extremadura, que ha incrementado un 17 % su inversión en el mismo periodo hasta los 23,7 millones de euros.
Una economía al revés
La lógica económica de los recortes es demoledora: “Cada euro invertido en prevención puede ahorrar hasta diez en extinción”, advierten expertos consultados por Artículo14. Y la realidad lo confirma: mientras la inversión preventiva se desplomaba, los gastos de extinción crecieron. En Andalucía, por ejemplo, se han disparado un 89% y ya rozan los 140 millones de euros.
El problema no es sólo contable: el desmantelamiento progresivo de sistemas de vigilancia y la falta de medios humanos ha dejado a miles de hectáreas sin protección eficaz. Desde el terreno, la denuncia es compartida: descoordinación, plantillas mermadas y turnos maratonianos de hasta 18 horas para agentes y brigadistas. “Con los recortes estamos exponiendo nuestra tierra al máximo riesgo”, señala Cristóbal Lendínez, bombero forestal.
Además, el abandono rural añade aún más combustible a la situación. La ganadería extensiva, fundamental para mantener limpios los montes y frenar la propagación de las llamas, se hunde: desde 2006 han cerrado más de 28.000 explotaciones en España. Javier de los Nietos, pastor y memoria viva de su oficio, lo resume así: “O praderas quemadas o rebaños, aunque molesten”. Su mensaje es claro: el abandono rural no sólo arruina economías locales, alimenta el fuego que después lo devora todo.
Un paisaje sin defensas
La desaparición de cortafuegos, la reducción de cuadrillas estacionales y la sustitución de vigilantes por cámaras que no siempre funcionan han dejado a los montes en una especie de intemperie institucional. Los propios trabajadores denuncian que, en muchos casos, las brigadas llegan tarde porque nadie detecta a tiempo las primeras columnas de humo. “El ojo humano sigue siendo insustituible, pero nos están borrando del mapa”, advierte Francisco Díez, vigilante de torre.
A esta ecuación se suma el cambio climático, que multiplica la frecuencia de olas de calor extremas y convierte cada verano en una ruleta rusa. Los incendios ya no son fuegos de superficie que avanzan lentamente, sino muros de llamas imposibles de frenar que arrasan pueblos enteros en cuestión de horas. La ciencia es clara: menos prevención y más calor es la combinación perfecta para la catástrofe.
¿Quién paga por todo esto?
Los vecinos desalojados, los voluntarios atrapados por las llamas, los vigilantes sustituidos por tecnología, todos están pagando los recortes. Y lo peor no termina con el humo: hay pérdidas de vidas, de territorio y de confianza.
España necesita reintegrar la prevención en sus presupuestos, recuperar a sus vigilantes, revitalizar la ganadería extensiva y escuchar a quienes saben. Sólo así podrá detener incendios antes de que comiencen.
El futuro de los bosques españoles depende de entender que el fuego no se apaga en verano: se combate durante todo el año, en los inviernos de poda, en las primaveras de pastoreo y en los presupuestos que deciden si el monte será vida o ceniza.