La infamia no descansa en verano, no se toma vacaciones. Tenemos ya un nuevo hito del sanchismo, esa grotesca corriente de pensamiento mágico que tiene secuestrada al Partido Socialista y por la cual sus fervientes feligreses siguen presos del falsario espejismo de que están por encima de las leyes y de la Justicia. Sí, señoras y señores, oficialmente tenemos procesado al fiscal general del Estado, otro hecho histórico para esta democracia nuestra, subyugada a los turbios deseos de resistencia del morador de La Moncloa. Vamos a por otra postal insólita más en el álbum de la desvergüenza y el deterioro institucional que nos está dejando esta etapa aciaga.
Todos los que saben algo de derecho afirmaban y advertían que esto tenía muy mala salida, que, con los hechos en la mano, no con la posverdad ni los relatos tejidos por los ejércitos de asesores y propagados por la corte de voceros, con los hechos contantes y sonantes, el destino de Álvaro García Ortiz iba a ser el que es hoy: el de sentarse en el banquillo de los acusados. Por tanto, se podría haber evitado esta imagen, se podría haber ahorrado este navajazo en el estómago de nuestro Estado de derecho. Pero no, no se ha querido evitar el mal trago, el bochorno, al contrario, han acelerado el rumbo hacia el acantilado, siguiendo esa estrategia kamikaze.
¿Y por qué? Pues porque sencillamente van de perdidos al río, en un all-in desquiciado en el que Sánchez plantea el descerebrado dilema de que hay que elegir entre el Estado o él, que quiere patente de corso para que su persona, y todo el que sirva a sus intereses, se puedan mover con otras reglas del juego por nuestra democracia parlamentaria. Lo normal sería que el jefe del Ministerio Fiscal no hubiera continuado en su cargo después de la imputación, pero lo normal, lo responsable, hace tiempo que dejó de ser una brújula fiable. El martes por la tarde vimos a un presidente del Gobierno que, desde la residencia de vacaciones del Rey, mantenía su apoyo sin fisuras a un señor al que el Tribunal Supremo ha procesado porque ve indicios de delitos.
Y no es que los vea solo el Tribunal Supremo, es que puede verlos cualquiera que tenga ojos en la cara y no esté cegado por la venda del fanatismo. García Ortiz, mantengamos aún el presuntamente, filtró datos privados de un particular para, en palabras de él, “no perder el relato”. Cuando pasaron los efectos del hechizo y se disipó esa tela de araña en la que Miguel Ángel Rodríguez lo había metido haciendo uso de sus malas artes, comprobó que había caído en una trampa y que había metido la pata hasta al fondo actuando como un soldado del sanchismo. No se sabe si fueron los nervios, la torpeza o ese sentimiento de impunidad del que hemos hablado antes los que le hicieron cometer uno de los más garrafales errores: borrar sus mensajes, esto es, destruir pruebas a conciencia. Una idea brillante, sin duda, para defender y demostrar su inocencia. Ahí ya no es que agrandara las sospechas, es que puso todos los focos en lo turbio de su acción. Quien no tiene nada que esconder no anda eliminando lo que le podría exculpar.
El quid de la cuestión es que este Gobierno del fango y todos los satélites que le rinden pleitesía decidieron entregarse a una campaña absurda y estéril en la que pretenden excusar lo inexcusable tratando de señalar las miserias del de enfrente. Lo que ocurre es que ese juego del y tú más puede servir de cara a una parte de la convenientemente polarizada opinión pública que, en su vigorizante sectarismo, puede llegar a perdonar que el garante y el capitán de la Justicia se pase por el arco del triunfo uno de los preceptos más elementales del cargo que ostenta, no obstante, toda esa parafernalia dialéctica y eufemística no tiene ninguna validez para los tribunales. De ahí que el Ejecutivo ande con esa indigna campaña de difamación y presión contra todos los togados, tratando de que llegue hasta ellos ese veneno de la ideología que les permita asaltar uno de los pocos pilares firmes que sostienen nuestro sistema.
Los jueces no entienden de cuentos, de relatos, de patrañas, los jueces hacen su trabajo, sabiendo que solo se deben al imperio de la ley, ese al que traicionó García Ortiz para cumplir órdenes políticas y marcarse un tanto con el hombre que le colocó ahí. La concepción de que el Estado está al servicio de este círculo de iluminados se concentra en una de las decisiones que adoptó García Ortiz con tal de seguir la estrategia suicida del Gobierno. Otro de los fallos más palmarios de su táctica; dejar en manos de la Abogacía del Estado su defensa. La bien parada Pilar Rodríguez, su segundo de a bordo, que ha sido absuelta de todo el follón, lo vio claro y, tras un tiempo de duda en el que quiso convencerse, o le intentaron convencer, de que iba a estar mejor cobijada con el poder, acabó dándose cuenta de hacia dónde iba la trayectoria de lo ocurrido y la chaladura que representaba la ruta kamikaze que habían trazado desde La Moncloa.
Fue por eso, por no estar dispuesta a sacrificarse por ningunas siglas y a cargar con un muerto que no le correspondía, que se bajó en marcha del bólido que aceleraba hasta el acantilado. Cambió su defensa y ha estado representada por abogados privados que, siguiendo un asesoramiento basado en la racionalidad, le aconsejaron que colaborase, que contestase a todas las preguntas y que basara su defensa en que ella mantiene intacta los mensajes con su jefe durante aquellas horas.
A García Ortiz le pide el novio de Ayuso cuatro años de cárcel, cifra parecida a la que propone el Colegio Profesional de Abogados de Madrid, así como la Asociación Profesional e Independiente de Fiscales, que representan la acusación popular. Por el contrario, el acusado, eso sí, tiene el apoyo de un Gobierno asediado por escándalos y casos de corrupción. Sánchez confía en la inocencia de García Ortiz, igual que confiaba en la de Santos Cerdán. Cuando la libertad de otro de los súbditos veas encerrar, plantéate dónde puedes acabar. Aquello, lo de Cerdán, hasta hace poco también era fango, ataques de una ultraderecha con una imaginación prodigiosa, producto de una Guardia Civil patriótica, de un informe que no existía. Hoy ya es un ejemplo de cómo el Gobierno más progresista de la historia no tiene tolerancia contra la corrupción. Yo, si fuera Álvaro García Ortiz, me asustaría y empezaría a entender que solo es un peón más en manos de un tipo que lo está utilizando como ariete para su operación de desprestigio de las instituciones. Un peón que cuando ya no le sirva, dejará caer.
De todos modos, desde aquí quiero felicitar a García Ortiz, que entrará en los libros de Historia como el primer y el único fiscal general del Estado que se sentará en un banquillo de los acusados. Y todo por obra y gracia del sanchismo. A este ritmo, puede que acabe siendo el primero condenado. A Sánchez le da igual, quiere despeñar el coche. Acelera, acelera. Hasta la desmemoria siempre.