016/ Ni una más

Los otros Dominique Pelicot: una violencia que no es excepcional

Reino Unido y Alemania detienen a otros dos hombres acusados de drogar y agredir sexualmente a sus parejas mientras estaban inconscientes e invitar a otros agresores a participar en los ataques

Reino Unido y Alemania detienen a otros dos hombres acusados de drogar y agredir sexualmente a sus parejas mientras estaban inconsciente
KiloyCuarto

Cuando se conocieron los detalles de la violencia sexual salvaje que sufrió Gisèle Pelicot a manos de su marido, algo se quebró. No solo por la dimensión del horror, sino porque ella decidió hacer lo que casi nunca ocurre en este tipo de delitos: dar la cara. Exigió que la vergüenza cambiara de bando y colocó el foco donde siempre debió estar, en los agresores. Desde entonces, la pregunta ya no es solo qué le ocurrió a ella, sino cuántas mujeres han vivido —o siguen viviendo— violencias similares sin saberlo, sin poder nombrarlo, sin ser creídas.

Francia
Gisele Pelicot atiende al juicio de apelación en Nimes, Francia
Efe

Hoy sabemos que lo ocurrido en el caso Pelicot no es una excepción monstruosa, sino la expresión extrema de un patrón de violencia sexual facilitada por drogas y poder. En ese patrón encajan también casos judiciales recientes que han estremecido a Europa: en Reino Unido, un hombre ha sido acusado de más de cinco decenas de delitos —incluidos múltiples cargos de violación— después de que la investigación revelara que drogó a su exesposa durante años para abusar de ella cuando estaba incapacitada. En este proceso judicial, además, están implicados otros cinco hombres acusados en relación con los mismos hechos, lo que subraya la dimensión compartida de este tipo de violencia.

Además, en Alemania, un tribunal condenó recientemente a un hombre de nacionalidad española a tan solo ocho años de prisión por un patrón similar: administró sustancias que dejaban a su esposa sin conciencia para violarla repetidamente y grabar las agresiones. Los vídeos, compartidos con terceros en plataformas digitales, sirvieron como prueba de la sistematicidad del abuso. La fiscalía los comparó explícitamente con episodios de sumisión química y violación en serie que recuerdan —en menor escala cuantitativa, pero no en mecánica de control— el caso Pelicot.

Estos casos no ocurren en el vacío. Comparten elementos que alertan a las expertas: la eliminación deliberada del consentimiento, la explotación de la confianza intrafamiliar o de pareja, y el uso de drogas o fármacos para impedir que la víctima pueda reaccionar, recordar o narrar lo que le pasa. No es un accidente: es un ejercicio de poder. Una violencia planificada y sostenida que anula la agencia de la víctima.

Desde una perspectiva feminista, este tipo de agresión pone de manifiesto varias realidades duras. La primera es que el consentimiento no es un concepto abstracto: solo existe si es activo, libre y consciente. Bajo el efecto de sustancias que incapacitan, ninguna mujer puede consentir por definición. La segunda es que cuando el agresor es alguien cercano —un marido, una pareja, un familiar— la violencia adquiere una dimensión aún más devastadora. Se produce en el espacio donde la víctima debería sentirse más segura: el hogar.

Las víctimas de sumisión química pueden sufrir confusión, amnesia parcial, culpa y autoacusación
KiloyCuarto

Las expertas en violencia sexual señalan también que este tipo de agresiones se apoyan en estructuras socioculturales que minimizan el valor del consentimiento y normalizan la idea de que el deseo masculino puede sobreponerse a la voluntad femenina. Esa lógica —muy vinculada a la llamada cultura de la violación— alimenta mitos como el de que “si bebió demasiado, algo habrá pasado” o que la falta de resistencia física implica consentimiento. En los casos de sumisión química, esas narrativas no solo son falsas, sino profundamente injustas: la incapacidad de recordar o resistir es precisamente una estrategia del agresor para ocultar el crimen.

Además, la forma en que estos casos se han desarrollado muestra que la violencia sexual facilitada por sustancias puede ser colectiva o compartida, no solo individual. La implicación de varios acusados en el proceso de Reino Unido apunta a una dinámica en la que la violencia se reproduce en círculos más amplios, donde múltiples agresores se aprovechan de la misma situación de incapacidad. Eso no solo multiplica el daño físico y psicológico, sino que hace aún más difícil para la víctima reconstruir lo ocurrido y obtener justicia.

Las consecuencias no son solo legales, sino sociales y culturales. La experiencia de mujeres que han sido drogadas y violadas a menudo se acompaña de confusión, amnesia parcial, culpa y autoacusación. Es lo que las expertas describen como una violencia que fragmenta la memoria: el cuerpo recuerda miedo y dolor, pero la mente no siempre puede reconstruir la secuencia de hechos. Esa fragmentación ha sido utilizada durante décadas para cuestionar a las víctimas en los tribunales, médicos o entornos sociales, cuando debería ser entendida como una consecuencia directa del crimen.

La respuesta no puede limitarse a condenas individuales —aunque estas sean necesarias— ni a discursos de rechazo formal. Las feministas y profesionales de la violencia de género reclaman respuestas estructurales: educación sobre consentimiento desde edades tempranas, formación específica de los operadores jurídicos y sanitarios, protocolos que consideren siempre la posibilidad de sumisión química, y campañas que desmonten las narrativas que culpabilizan a las víctimas.

Porque mientras el consentimiento pueda ser anulado químicamente, mientras exista un relato social que relativiza la violencia sexual y protege al agresor, la intimidad y la libertad de las mujeres estarán en riesgo. Y casos como los de Reino Unido, Alemania o Pelicot no serán aberraciones extraordinarias, sino síntomas claros de una violencia que sigue adaptándose para permanecer oculta.

Si algo de lo que has leído te ha removido o sospechas que alguien de tu entorno puede estar en una relación de violencia puedes llamar al 016, el teléfono que atiende a las víctimas de todas las violencias machistas. Es gratuito, accesible para personas con discapacidad auditiva o de habla y atiende en 53 idiomas. No deja rastro en la factura, pero debes borrar la llamada del terminal telefónico. También puedes ponerte en contacto a través del correo o por WhatsApp en el número 600 000 016. No estás sola.